Soy yo, Édichka
Odiaba el mundo que transformaba a tiernas chicas rusas que escribían versos en seres jodidos por la bebida y las drogas, que hacían de putas para unos millonarios que les exprimían el alma. Eduard Limónov vive en una habitación minúscula del hotel Winslow, una especie de ratonera para inmigrantes en la esquina de Madison con la calle Cincuenta y Cinco. Trabaja durante un tiempo de auxiliar de camarero en el Hilton y es entonces cuando empieza a detestar Estados Unidos. No tan sólo por una cuestión ideológica (él venía de la Rusia soviética y allí era poeta), sino porque Elena, su joven mujer rusa, con la que llegó de Moscú, le abandona por un rico norteamericano. Es un tema de carácter personal. ¿Dónde está esa Lena lacrimosa, con el perro maltés blanco, negro de la suciedad del deshielo de febrero en Moscú, que apareció en un momento dado en mi casa, huyendo de Vitia, su marido de cuarenta y siete años? Pasa el tiempo y Limónov se sigue preguntano por Elena, por la mujercita suave de la que se enamoró locamente. Elena y él se complementaban en el sexo, pero el idealismo de Limónov y la necesidad desesperada de ella por dejar atrás cualquier tufo soviético y engullir los aromas de Occidente no coinciden plenamente. Él nunca deja de ser ruso. Ella lucha por despojarse de esa piel. En su obsesión, Limónov llega a arrepentirse de no haber tenido un hijo con Elena. Vagabundeando por Washington Square sueña con secuestrarla, ahora que ella lleva mucho tiempo con otro hombre, llevarla a la dacha de unos amigos y fecundarla en el encierro. Un sueño que se diluye, pero en el que cree con firmeza y desea desesperadamente. Es el sueño de un solitario, un hombre que deambula por las calles de Nueva York (se jacta de conocerlas mejor que nadie) buscando el contacto, físico o de palabra, con algún ser humano que le ayude a atemperar la rudeza de una ciudad que no resulta muy simpática. Busca entrar en mujeres quebradas psicológicamente o abre su cuerpo para acoger los sexos de hombres mayores o de negros que se acomodan entre cartones en alguna plazoleta del West Side. Eduard Limónov me recuerda a Allen Ginsberg pero con alma rusa (que siempre es otra clase de alma). Ambos aúllan desde sus guaridas mentales como los lobos. Los dos se comen los kilómetros de Manhattan con el deseo en la boca y las gargantas ardientes por el vodka y la ginebra. Limónov y Ginsberg van tras las sombras de hombres y mujeres y cantan «Ojos negros» y vuelven a beber a la salud de sus ánimas inquietas.«Café Cøpenhague», 22.12.2015