Johnny Rotten + Stalin = Limonov
Vivió de su mismísimo ano en Nueva York —puso el culo, no se escandalice, señora, todos lo hacemos de una forma u otra—. Pescó carpas en los estanques de París para poder comer.
Compadreó con verdaderos criminales, como Arkan y sus tigres, en la antigua Yugoslavia. Cumplió allí con la vieja ambición del surrealismo: disparar a una multitud y quedarse tan ancho.
Huyó de la dictadura comunista y después, en vista de los Yeltsin y Putin posteriores, la reivindicó, quiso regresar al útero materno. Si tengo que estar en manos de criminales, que sean los de mi infancia, vino a decirse.
Usó y fue usado por mujeres bellas y por otras que no lo eran. Lloró como un niño cuando le dejaron. Se mantuvo pétreo como un verdadero hijo de puta cuando fue él quien inflingió el daño.
Fue contra todo y contra todos. Contra sí mismo y contra nuestras madres. Es decir: construyó un mundo tan imposible como necesario, con la incoherencia tocacojones y su infranqueable ego por bandera.
Es el escritor y político Eduard Limonov, un verdadero Quijote de nuestro tiempo. Un personaje cervantino en su empeño, de Tolstoi en su sentimentalismo, tan cercano a Johnny Rotten por vomitante y vomitivo, como a Stalin por protoasesino. Se subió a la noria del mundo y, cuando se dio cuenta, la noria volaba.
Limonov protagoniza el último y espectacular libro del francés Emmanuel Carrere, un periodista en el cénit de sus capacidades a juzgar por el tomo, que es mucha cosas a la vez y una joya antes que ninguna otra.
Un joven Carrere conoció a su antihéroe en París en los 80. Limonov acababa de llegar de Nueva York y había escrito un libro contando lo mucho que le gustaban los penes de chicos negros horadando, bien duros, su culete. Hijo de un KGB de quinta fila, nacido de un vacío que en verdad nunca abandonó, había sobrevivido sucesivamente a la grisura provincial soviética, al aldeanismo cultural del Moscú de la dictadura, a la riqueza absurda neoyorquina, y casi también al intelectualismo burgués del París post años 70.
Carrere le conoció cuando Limonov era el loco oficial de la intelectualidad parisina, pero la broma llegó demasiado lejos cuando, durante la guerra yugoslava, el ruso apareció, en la televisión francesa, disparando literalmente sobre una ciudad croata. Fue repudiado.
Muchos años después, casi hoy, sus caminos volvieron a unirse: Limonov es una especie de imposible pepito grillo ruso, inventor del Partido Nacional Bolchevique, encarcelado como opositor, casi autoparódico, aparentemente filonazi y sin embargo amado por santones como Anna Politovskaya. ¿Cómo es posible?, se preguntó Carrere.
De la pregunta nació el libro. La respuesta, y no destripo nada, es que si la democracia invita a morir por las ideas del otro, el Limonov retratado en el libro ha sido un verdadero ultrademócrata por pura oposición. Un test de pluralismo viviente.
Leer 'Limonov' (Anagrama) —o más bien beberlo, porque es así como se lee— es una experiencia tan contradictoria como interesante. Y luego tal vez os pase como a mí: te pones a buscar información por internet y lo que encuentras es un señor con bigote y perilla a lo Lenin, con un discurso que raya en el Zhirinovski más montaraz, de aire altivo y ególatra.
Un mamón, pero un mamón interesante por encarnar una de las máximas básicas de la política: que democracia no es elegir quién te gobierna, sino quién te roba.
Él, ante los Putin y demás, prefiere el original a la copia. Como se ve, nosotros, con nuestros simpáticos treinta y pico años de democracia, no andamos tan lejos.
«El Mundo.es/blogs», 8 julio 2013