El enemigo interior
El poeta ruso Edichka Limonov es uno de los hijos salvajes de la revolución, uno de esos niños perdidos conocidos como besprizornye. Su vida y su poesía retratan una generación que ahora se repite.
Y cuando también en Rusia la revolución devoró a sus hijos, quedaron sueltos los hijos de ellos: hijos de enemigos del pueblo, hijos de muertos en la guerra civil o en las hambrunas o en las purgas de Stalin o en el barro y la nieve de la Gran Guerra Patriótica, que es como llaman los rusos a la Segunda Guerra. En todas las ciudades de la URSS había manadas salvajes de ellos, los besprizornye, o niños perdidos. Todos habían aprendido a la fuerza el arte de sobrevivir, robar, engañar, enseñar los dientes, resistir los golpes y beber. Las madres les decían a sus hijos: «Si sigues en la calle te llevarán los besprizornye». Entonces murió Stalin y, como dijo Anna Ajmátova, dos Rusias se encontraron: la que denunció y la que fue denunciada, y ambas miraron para otro lado, avergonzadas hasta el asco, y mientras tanto todo adolescente soviético, harto de la vida de mierda de su casa, soñaba despierto con tomar la calle y el código de los besprizornye. Para ser besprizornye había que ser capaz de beberse un litro de vodka por hora, y quedar zapoi, una curda homicida que dura varios días y consiste en beber, subirse en trenes y olvidar todo lo que hagas durante esos días. Se bebe un vodka casero fabricado en palangana con azúcar y alcohol de farmacia, o «lágrima de komsomol», que es gaseosa con desodorante para pies.
Los besprizornye son el enemigo interior. Tarde o temprano caen, y los mandan a Siberia o al manicomio, según la edad o el crimen. En el campo los embrutecen con trabajos inútiles (cavar una zanja y con las piedras que sacan cubrir la zanja que cavaron ayer); en el manicomio les ponen chalecos de fuerza y los manguerean con agua helada, para que al congelarse aprieten más. Cuando los sueltan, están quebrados: marcharán derechos, ya saben quién manda.
Es el caso de Edichka Limonov. A los cinco años contrae otitis, la madre lo lleva tironeando al dispensario, paran frente a las vías del tren, pero el pequeño Edichka no piensa que es para mirar a ambos lados antes de cruzar: piensa que su madre está esperando que pase el tren para tirarlo a los rieles. En la escuela le machacan en la cabeza que, durante Stalingrado, Stalin no quiso trocar a su hijo Yakov, apresado por los nazis, por el mariscal de campo Von Paulus: «No se cambia un mariscal por un teniente», fueron sus famosas palabras (Yakov terminó suicidándose contra los alambres electrificados del campo donde estaba). En cuanto puede, Edichka toma la calle. A los veinte años es un veterano besprizornye que viene de comerse un año en el manicomio: está acabado, a los ojos de los demás. Cuando lo miran, piensan: «Pobre Edichka». Él les contesta mentalmente: «Pobre de mí si me vuelvo como ustedes, imbéciles». Pero no encuentra vía de expresión a esa ira hasta que dos amigos de juerga lo arrastran una noche a un sótano donde por primera vez oye recitar poesía y descubre la fórmula que puede sacarlo de perdedor: no es difícil, basta concentrar todo el odio en un punto y los imbéciles creen que tienen un poeta delante.
Para entonces ya estamos en la segunda época de las tertulias clandestinas en cocinas y sótanos soviéticos. Al culto de los poetas se le ha sumado el culto del rocanrol, y Edichka es el perfecto punk avant-la-lettre: en cuestión de meses, sus poemas rabiosos se recitan de boca en boca, lo persiguen chicas que antes ni lo miraban, lo bautizan Limonov porque ha salido amarillo del manicomio e igual de amargo, y porque está a punto de explotar («granada» en ruso se dice limonka). A él le parece mejor que su anónimo apellido de nacimiento y lo adopta, y agita y agita hasta lograr que las autoridades lo expulsen del país, y que, en lugar de Israel, su destino sea Estados Unidos. Déjenme dar un salto acá de los setenta a los noventa y contar cómo vuelve Limonov a la URSS de la Perestroika: es un escritor de culto, ha vivido una década en Nueva York y otra en París; en la primera pasó de codearse con Baryshnikov y Warhol a vivir en la calle y hacerse romper el culo a diestra y siniestra hasta que consiguió que le publicaran en París un libro brutalmente confesional titulado Al poeta ruso le gustan los negrazos, y se fue a vivir allá y representó durante una década su papel de Charles Manson de las letras, a razón de un libro por año y notas incendiarias tanto en pasquines alternativos del trotskismo como de la ultraderecha nihilista. Pero Occidente le parece blando; en cuanto tiene la oportunidad vuelve a Moscú, y allá descubre que en el desmadre del poscomunismo está el auditorio que siempre anheló: veinteañeros besprizornye que hayan probado todo, y lo odien todo, como él.
Para entonces, la Rusia de Gorbachov se ha convertido en la Rusia de Yeltsin, el gran puticlub del hampa universal. Los setenta años de atraso capitalista se los han zampado febrilmente y se les atragantan en el gañote; la mitad de los rusos que pedía el fin del comunismo pide que vuelvan los viejos tiempos, al menos algo de los viejos tiempos, y en respuesta a su pedido viene Putin. El venerable disidente Andrei Siniavsky murmura con desolación: «Lo más terrible es la sensación de que la verdad parezca estar hoy del lado de las personas a las que siempre he considerado mis enemigos». Limonov funda el Partido Nacional Bolchevique. Su bandera es como la bandera nazi, pero con la hoz y el martillo en lugar de la esvástica. Su saludo: puño en alto mezclado con el brazo alzado del «Sieg Hiel». Para saludar se dicen: «Na smiert», que significa «hasta la muerte». Reivindican los tiempos en que la URSS era capaz de dar miedo, hacia afuera y hacia adentro. Kasparov, el ajedrecista devenido político, dice: «En Rusia abundan los generales sin ejércitos; Limonov tiene soldados». Putin prefiere no tener un Mishima en Moscú y lo manda a la cárcel; a los tres años lo suelta, pero hace vigilar todos sus movimientos. El organy encargado de la misión cita a Limonov en una estación del metro de Moscú, para hacérselo saber, una vieja costumbre de los tiempos soviéticos. Al poeta Joseph Brodsky, a Andrei Sajarov, a Siniavsky y a muchos más les hicieron lo mismo. A diferencia de ellos, Limonov le ofrece sus servicios al FSB (ex KGB): «En lugar de perseguirnos deberían servirse de nosotros para hacer lo que ustedes no pueden hacer», dice desafiante.
Limonov tiene hoy 69 años, dice que los únicos interlocutores que no lo asquean (ni se asquean con él) son los besprizornye de cada rincón de Rusia, él es uno de ellos: durmió en la calle, estuvo preso, no tiene miedo a los golpes, sabe beber y enseñar los dientes. Su partido está prohibido, su revista (Limonka) también, ya no le interesa escribir, pero no puede parar, incluso acepta que otros reescriban su vida, la hagan novela (como Emmanuel Carrère, por ejemplo). Se niega a aceptar que Rusia solo se entiende como novela rusa, que Rusia es la mayor novela rusa de todos los tiempos. Se limita a recitar como un mantra, a quien lo quiera oír, que los rusos saben morir, pero no saben vivir; y él, en cambio, no sabe morir.
«El Malpensante», №140, abril de 2013