Paseando por el bulevar de Smolensk, mi acompañante —un narrador de edad madura y que desea conservar el anonimato— me habla con pasión sobre Cien años de soledad. La traducción al ruso de la novela de García Márquez, viene a decirme, ha sido un duro golpe para los defensores del realismo. Los autores soviéticos han redescubierto el poder de la imaginación, sin necesidad de desembocar en lo hermético; y, por otro lado, el público está encantado con esta obra y exige ahora serias cuentas a sus propios escritores. El clima literario queda así esbozado, de rechazo, por medio de esta reflexión previa. A mi vez. y puesto que de imaginación hablamos, le pregunto al amigo por las posibles prolongaciones de movimientos tales como el simbolismo, el formalismo o el futurismo, que fueron tan vitales a comienzos de siglo.
Trotski, crítico ingenioso en otros casos, desbarraba a sus anchas cuando escribía: «La escuela formalista es un idealismo abortivo aplicado a los problemas del arte. Los formalistas muestran una religiosidad que madura rápidamente. Son los discípulos de san Juan: para ellos, en el principio era el Verbo. Pero, para nosotros, en el principio era la Acción. La palabra la siguió, como su sombra fonética». En cualquier caso, la nueva izquierda internacional empieza a avergonzarse de la literatura rusa más próxima y vuelve su mirada hacia aquellos pioneros de la revolución lingüística.
Las figuras fundamentales de Jlebnikov y Blok, unidas a los nombres de Víctor Sklovski, Kruchenik y otros varios, bastan para eclipsar los más inciertos fulgores de esta hora. E incluso escritores como Ossip Mandelstam, que luchaba contra la «derecha» simbolista y la «izquierda» futurista, pudo conocer en su propia carne el declive de la libertad. Yesenin y Maiakovski, aunque rivales, también consolidaron ese apogeo creador, creyendo por un instante en aquel grito prometedor: «Ahora, todo es posible».
De junio de 1925 a abril de 1932, en efecto, todo fue posible. Desgraciadamente, tras el monstruoso retroceso cultural que engendró la época staliniana, sigo estimando lícito preguntar qué fue de todo aquello. Mi compañero es tajante:
—Nada. Todos los lazos están rotos, completamente rotos.
¿Cómo? Recuérdese un editorial de la revista «Octubre»: «Los trabajadores del frente literario —escritores, críticos, redactores, editores—, juntamente con todo el pueblo, dirigen sus miradas llenas de amor y de devoción a Stalin. Todos los pensamientos y afectos del gran pueblo se centran en él, el padre de la Unión Soviética, el claro sol de la humanidad, el genio más grande de nuestra época, nuestro amado Stalin. El nombre de Stalín es pronunciado con indecible amor y alegría por los trabajadores de todo el orbe, como símbolo de una nueva y maravillosa vida. Bajo la bandera de Stalin avanza nuestro país, valiente y firme en su fe, de victoria en victoria». Negándose a este amor vil, numerosos nombres que mi amigo introduce en nuestra charla: Ana Ajmátova, Pasternak, Isaac Babel, Iván Kataiev, Yuri Olescha, Bruno Yassenski, Mijail Bulgakov… Nombres ya casi rehabilitados. ¿Pero supone un cambio esta rehabilitación? Nada menos seguro, se me responde.
Hoy día los escritores jóvenes escapan del realismo socialista como de la peste; no sólo por deseo de probar otros estilos, otras técnicas, sino de borrar la demencia de toda una época. Y la nueva novela, en su anhelo de romper amarras, hasta se equivoca de rumbo con penosa inocencia. Salinger o Hemingway son sus dioses. La obra de Anatoli Pristavkin, Ilya Laurov, Yuri Kasakov (un novelista de corte chejoviano y que presenta curiosas semejanzas con nuestro Delibes) o A. Kusnezov sobran, en su disparidad, para ilustrar este fenómeno. Si algo vale la pena resaltar en la narrativa rusa del momento es el tono superficial de la escritura, un pesimismo leve, mucho desencanto y una dosis inmensa de escepticismo.
Signos alarmantes
Las sorpresas me llegan a la hora de hacer ciertas consultas. Me aseguran que Solzhenitsin escribe maravillosamente bien, cosa en absoluto sospechable a través de las traducciones extranjeras que conozco. Amigos de este escritor me aconsejan que no intente verlo si quiero seguir en paz o no acortar mi estancia; pero me aseguran que se encuentra sin demasiados problemas, que escribe bastante y que no le falta lo indispensable. Sus admiradores proceden de los campos más diversos: derecha nacionalista (sin excluir su rama staliniana), cristianos progresistas, antiestalinistas militantes y liberales de toda especie. Detalles para hacerse cruces.
Citar el nombre de Yevtuchenko desencadena rápidamente una oleada de insultos contra los poemas más recientes de este autor. Se comenta con cachondeo su última fiesta de cumpleaños. Una reunión delirante, con orquesta gitana y todo. Se hallaba presente la flor y nata de Moscú. Pero el poeta aguó el festejo al humillar a un cosmonauta llamándolo taxista. Yevtuchenko es hoy eso: la caricatura de un poeta rebelde, el cínico aparatoso que mira hacia atrás con fingido desengaño:
«Yo era cruel,
desenmascaraba con brío,
sin preocuparme de mis propios defectos.
Me parecía
que a la gente enseñaba
cómo hay que vivir
y que la gente aprendía.
Pero
empecé a perdonar…
¡Signo alarmante!».
Pese a todo, me afirman que estoy equivocado y que Jevtuchenko no es el equivalente de nuestro Zorrilla. Comparto el juicio positivo sobre las' obras de Bella Ajmadulina, Roschdestvenski, Suleimenov, Nekrasov y Kataiev. De todas formas, cuando me insinúan que Siniavski no es tan mediocre como yo me temo, decido frenar respetuosamente mi incredulidad.
Nuevamente no veo manera de poner orden ni concierto. Y me refugio algunas tardes en la conversación con Andrei Vosnessenski, el poeta más dotado y original de su generación. Me enseña sus nuevos poemas visuales. Dibuja en una servilleta de papel. Es alegre y cordial. Los jóvenes le admiran y acuden, por decenas de millares. a sus célebres recitales; para comprobar que acaso no todos los lazos están rotos con un pasado mejor y para tener fe en la perfectibilidad del presente. Con Vosnessenski puede hablarse de lo divino y de lo humano. Su voz es, ciertamente, un islote de esperanza activa.
Prefiero, sin embargo, no detenerme en las observaciones inteligentes de Vosnessenski para darle la palabra a un escritor más joven y que no tiene el privilegio de ver sus libros publicados. El puede brindamos el reflejo más fiel de cuanto ignoramos
La bohemia de Jarkov
El poeta Eduard Limonov jamás ha publicado oficialmente verso alguno. Y, pese a ello, su prestigio es grande entre la juventud. Sus libros de poemas, manuscritos, corren de mano en mano. Algunos de estos textos clandestinos tienen título («Kropotkin y otros poemas», «Los paseos de Valentín»), pero la mayor parte van marcados simplemente con un número —acentuando así el carácter casi irreal de su existencia—. El caso de Limonov es ejemplar. Y merece ser contado sin estratagemas cercanas a nuestra propia sensibilidad, respetando los ángulos contradictorios, asumiendo la diferencia de su discurso.
Limonov es el poeta que ha respondido más abiertamente a mis preguntas; o, en todo caso, el único que no me ha pedido silenciar ciertos datos. «No soy un delincuente», me dice cada vez que yo le pregunto si eso es publicable o no. Para él lo importante es romper el cerco, ahogar el miedo y aceptar el riesgo de decir en voz alta su verdad. Cordialmente. Nada explosivo en cuanto me señala. Pero precisamente ahí, en esa ausencia, radica lo más escandaloso de su situación.
En el cuarto de Limonov hay una foto de André Bretón y una flor inquietante pintada por Vladimir Yakoblef. En una esquina yace la luna vieja de un armario. Cuando la confianza se establece, Limonov me enseña las fotocopias de un capítulo del «Ulises» de Joyce, editado en el año 38 y luego prohibido. En esas fechas Limonov aún no había nacido. Nace en 1943, en la ciudad de Gorki. Su padre era un oficial del ejército y, por esa razón, la familia lleva una vida nada sedentaria. Estudia en Jarkov; ingresa en la Facultad de Historia, pero acaba abandonando los estudios. Comienza entonces el clásico desfile de oficios. Y también el descubrimiento de una profunda libertad.
—A mi lo que realmente me importaba en esa época era pasear por el campo. Se trataba de una auténtica enfermedad. Deseaba contemplar los guindos en flor, vagabundear a la orilla de los ríos, impregnarme de paisajes naturales… Era un romántico, sí. Un romántico que empieza a escribir a los quince años, poco más o menos. Trabajando como vendedor en una librería, trabé contacto con la bohemia de la ciudad, que eran gentes que venían a consultarme sobre tal o cual libro. Realmente eran tipos muy curiosos, siempre al borde de las lágrimas y amigos de encender velas para recitar versos. Ahora bien, esto me animó mucho, pese o gracias a su aire decadente y provinciano. Algo iba brotando en mí. Y no puedo reírme de todo aquello: porque dos de esos poetas terminaron eligiendo el suicidio: uno ahorcándose y el otro acuchillándose. Como ves. el juego tenia sus serios límites.
»La bohemia de Jarkov se reunía en un café sin nombre y se adueñaba de un rincón que apodamos «El Apéndice»; permanecíamos de pie, sin siquiera quitarnos el abrigo. Fue allí donde conocí al poeta de origen yugoslavo Motvich, que leía sus poemas con un dramatismo desenfrenado. Me acuerdo mucho de él.
»También me acuerdo de que una de las camareras de ese bar nos tenía gran simpatía y nos ayudaba en la medida de sus posibilidades. Una vez redactamos un documento, firmado por todos, elogiando su bondad. Y le dijimos: «Mira, alguno de nosotros acabará alcanzando la fama; cuando eso ocurra, puedes venderlo a un museo». Era lo único que podíamos ofrecerle.
Literatura clandestina
Eduard Limonov habla con frialdad, subraya con los ojos cuanto evoca. Parece no querer olvidarse de ningún detalle. Como si pensara que es un deber abordar lo anecdótico, confesarse sin pudor, aprovechar esta ocasión que el azar le brinda. A sabiendas de que estas líneas serán las primeras que se publiquen sobre su existencia.
—Mis padres eran muy severos. Y, siendo joven, no me daban dinero para mis gastos. Así que decidí ganarme algunos cuartos diseñando figurines; de esa forma podía ir al cine o comprarme libros. Un buen día, un amigo me hizo unos pantalones. Al día siguiente fui a ver a unos camaradas y alguien me preguntó que quién me los había hecho. Entonces, bromeando, se me ocurrió decir que yo mismo. Rápidamente van y me dan dinero para que les haga otros. Intento desdecirme, aclarar las cosas… Inútil. Ya nadie me creía. ¿Para qué discutir? Pensé que lo mejor era decírselo al sastre y que él me sacaría del apuro. Pero, lo que son las cosas, ese mismo día se lo llevaron a cumplir el servicio militar. Me quedé, pues, de piedra, con el dinero y la tela entre las manos. A duras penas logré sacar una copia de mi propio pantalón y realizar dignamente el encargo. Cuando noté que poseía un arma para subsistir, emprendí viaje hacia Moscú. Con el orgullo y el tesón por todo equipaje.
»Al llegar a la capital me di cuenta de que Moscú era un Estado dentro de otro Estado. La vida resultaba muy difícil. Con una suma ridícula de dinero —ciento cincuenta rublos—; mi mujer y yo tuvimos que pasar cerca de un año. Me quedé en los tristes huesos. Y entonces, gracias a las nuevas amistades que iba forjando, pude empezar a sobrevivir como sastre. Tuve la suerte de ir conociendo a muchas personas con preocupaciones parecidas a las mías. Hay que decir que en Moscú uno encuentra lo que quiere, pues es una ciudad gigantesca. En ese ambiente había un centenar de personas, jóvenes y viejas, que el público no conoce porque nunca exponen ni publican. Y ése es el verdadero pulso de la vida artística en la Unión Soviética.
Abordamos el problema de las ediciones clandestinas. Intento que me ilumine ciertas zonas sombrías, ejemplificando con su propia experiencia. ¿Cómo circulan los textos? ¿Cómo sobreviven los artistas? ¿Qué contactos son posibles con la literatura occidental? Un sinfín de preguntas a las que Limonov, ya sonriente, va a ir contestando con lentitud.
—Nuestros libros circulan, fundamentalmente, entre amigos. Aunque su difusión está prohibida, cada cual pasa a máquina varias copias y así el circulo se va ampliando hasta extremos incalculables. Cada comprador es a la vez un difusor seguro de la obra. Lo que sí puedo decirte es que a mí me traen dinero desde las ciudades más insospechadas. El año pasado, por ejemplo, gané lo suficiente, con mis poemas, como para no verme obligado a tener que coser ningún pantalón. Y eso que mis versos nada tienen que ver con nada que no sea estrictamente poético. ¿Mis versos? Como habrás visto por los poemas que conoces, mi poesía es muy libre y espontánea. Cuento cosas sencillas, introduciendo a menudo frases poéticas de toda la. literatura rusa. Trabajo de manera casi automática; no corrijo: elijo. Lo dramático es que no sé si mi aventura tiene algo que ver con lo que se hace más allá de nuestras fronteras.
»En filosofía, por ejemplo, estamos más o menos al tanto. Pero en literatura, y sobre todo en poesía, trabajamos a ciegas, sin tener noticias del panorama internacional. Para colmo, yo sólo conozco esta lengua y, por lo tanto, no puedo estar al corriente de la poesía que se escribe en otros idiomas. Lo poco traducido lo devoramos con placer; por ejemplo, algunos poemas de Eliot. Pero es poquísimo lo que se traduce. Y. más que leer, olfateamos.
»Con frecuencia hay negociantes anónimos que, sabedores de nuestra hambre cultural, trafican con «traducciones internas», que venden caras, aunque son libros manuscritos, como los nuestros. Pese a todo, gracias a ese mercado negro cultural, tengo una vaga idea de poetas tales como Michaux o Perse. De literatura española, conocemos raras cosas válidas. Sólo de Lorca recuerdo algunos ritmos e imágenes.
La nueva vanguardia
Un grupo de obreras de una fábrica textil pasan cantando. Limonov se levanta y abre la ventana. Me mira y y hace un gesto sarcástico. Le digo que acaso la escritura no permita romper ciertas amarras, que tal vez la poesía rusa actual pudiera abrirse pato mediante gestos públicos menos tradicionales. Me pregunta por experiencias de ese género. Le hablo de letrismo, poesía visual, happenings. Para él, escéptico, todo le suena a dadaísmo. Hablamos de los experimentos de Gómez de Liaño en España. Vaivén informativo. De Pound al underground. Y todo recomienza.
—¿Sabes? Yo no me siento muy atraído por todo eso. Tal vez las cosas serían diferentes si las hiciésemos a escala mayor; mira el cientismo, del que el otro día me hablabas, aquí su nivel es puramente artesanal. No se trata de falta de fantasía, pues los rusos hemos sido a menudo pioneros en esas lides. Y si hoy no lo hacemos, ni siquiera es a causa de la censura. Yo creo que los rusos amamos las hojas de papel y nunca dejaremos de mancharlas con palabras. Nuestros problemas presentes son de otra especie. Tras la muerte de Stalin, empezaron a surgir cosas. Hubo una esperanza real y las puertas de la Unión de Escritores se abrieron. Entró una ráfaga de gente que hoy no habría entrado. Fueron aceptados el viejo Martinov y gente más joven, como Yevtuchenko, Bella Ajmadulina, Vosnessenski y Boris Slutski. En ese corto periodo hubo un auténtico deshielo. Ahora bien, ni siquiera en ese periodo fueron admitidos los verdaderos vanguardistas. Por lo tanto, mucho menos lo serían ahora. Y es que, como más tarde pudimos comprobar esa ráfaga no significaba cambio auténtico. Entraron los continuadores de Ajmátova, Mandelstam, Pasternak… Escritores correctos y repletos de buenas intenciones, de acuerdo. ¿Pero y los revolucionarios? Los revolucionarios, los vanguardistas, se quedaron en la calle una vez más.
»Para hablar claro, los que ingresaron —y que tu amigo Vosnessenski me perdone— son como, en el campo de la pintura, esos artistas académicos que evolucionan, sí, pero sin destruir jamás las bases. De poco sirve, a fin de cuentas, que el aparato oficial ya admita a Van Gogh si sigue rechazando a Braque. Por eso te repito que tienen escaso interés esos rebeldes admitidos, aunque sería abusivo e injusto considerarlos representantes de lo oficial. Ahora bien, lo significativo no está ahí, por mucho que los antólogos occidentales lo repitan por ignorancia o mala fe, sino en otros brotes más secretos, mucho más marginales. Nosotros somos la nueva izquierda.
Un fantasma recorre Rusia
Tanto Limonov como otros muchos poetas de su generación se declaran discípulos de Yevgueni Kropivnitski, un hombre que anda ya por los ochenta años y que ha sabido ejercer su magisterio sin publicar ni una sola línea oficialmente. Vive con su esposa, Olga Potapova, en Lianosovo, cerca de Moscú. Su hogar es una humilde casa de madera, que visitan diariamente los jóvenes ártistas. Kropivnitski es también pintor y fue miembro de la Unión de Pintores hasta el año 1961. Este hombre afable y heroico no ha conocido la consagración pública, pero muchos son los que han recibido y siguen recibiendo lección y consejo. Contra el optimismo del realismo socialista triunfante, él ha cantado, sin estridencias, la miseria, la sordidez fugaz.
—Al contrario de lo que tú me señalabas al hablar del realismo occidental, aquí la impugnación ha consistido en acentuar las sombras. Cosa que, por otra parte, no exige grandes esfuerzos imaginativos… La sabiduría de Kropivnitski ha consistido en narrar nuestras penas actuales conservando, siquiera en apariencia, todos los moldes técnicos del clasicismo. Esa mezcla produce efectos maravillosos. Por eso, entre otras muchas razones, merece nuestra mayor admiración.
Admiración que comparten Henri Sapguir, cuya poesía guarda cierto sabor del Lorca de Poeta en Nueva York, Igor Jolin y Sieva Nekrasov. Este último practica una escritura irónica, lúcida y revulsiva, a caballo entre la copla y el epigrama. Luego están los otros, antaño agrupados en torno a esas siglas célebres: SMOG.
—El grupo nació, poco más o menos, en el año 65. Era un grupo mixto, de unas cien personas, donde había de todo: críticos, prosistas, poetas… Nosotros no pertenecíamos a él, pero su labor nos pareció siempre interesantísima. El jefe era Leonid Gubanov, poeta de gran valía. El y sus amigos establecieron una lista de cadáveres literarios en la que figuraban las glorias oficiales y también Yevtuchenko con su cuadrilla. En SMOG no había una tendencia común; la unión se estableció' de manera casi involuntaria, como protesta contra una política cultural opresiva y caduca. Finalmente, SMOG desaparece. Porque vieron que no tenía audiencia, porque se dieron cuenta de que era más el ruido que las nueces. Es muy difícil luchar en nuestras circunstancias. De todas formas, los valores individuales han permanecido y siguen creando,
»A éstos habría que añadir los nombres de Brodski («un parásito casi literario»), que vive en Leningrado, y Henri Judiakov, que ha traducido al lenguaje formalista el monólogo de Hamlet.
Nuevas canciones en la calle. Esta vez Limonov ya no se levanta a abrir la ventana. Hablamos de política, a nivel general. Su silencio es casi absoluto. ¿Desdén o cautela? Sospecho que desdén. Me pregunta por la última obra de Solzhenitsin. Y, ya en el umbral de la puerta, mientras me ruega que hable en voz baja, aprovecho para decirle qué piensa del autor de «Agosto 1914». Su respuesta es reveladoramente ambigua:
—Muchos quisiéramos correr su misma suerte.
Salgo a la calle, en mitad de la noche. Aguardo el autobús. Limonov habrá vuelto a encerrarse en su cuarto. Para escribir poemas donde hay guindos, ahorcados y mujeres de ojos hermosísimos. Nada terrible ni subversivo. Pero un fantasma recorre Rusia: el fantasma del sueño.
El líder político ruso Eduard Limónov es el personaje central de su última obra, «Limónov» (Anagrama), un apasionante recorrido por la aventurera vida de este escritor y fundador del Partido Nacional Bolchevique.
Emmanuel Carrère fue novelista en el más puro significado de la palabra hasta 1999. Cinco novelas a sus espaldas y otros tantos galardones habían convertido en un autor de éxito a este parisino nacido en 1957 e hijo de la politóloga francesa especializada en historia de Rusia Helène Carrère d'Encause. Pero hete aquí que un buen día Francia entera quedó sacudida por un brutal crimen múltiple a manos de Jean Claude Romand, un médico de prestigio que, en 1993, acabó con la vida de sus padres, sus hijos, su mujer y su perro, y a punto estuvo de matar también a su amante. Carrère, impactado por la salvaje actuación de su compatriota, decidió escribir su historia, que culminó con la obra «El adversario» (Anagrama, 1999), un libro a medio camino entre la investigación y la memoria personal, más cerca del gran periodismo norteamericano que de la ficción literaria.
— Ese fue un punto de inflexión en su carrera ¿no es cierto?
— Sí, con este libro introduje un doble cambio en mi trayectoria. Por un lado me alejé de la ficción y por otro empecé a escribir en primera persona, algo que no había hecho nunca. A partir de ahí mis obras posteriores han sido distintas, lo que no significa que no vaya a volver a la pura ficción. Sino que solamente me estoy dejando llevar por lo que creo que debo hacer ahora, es algo un poco instintivo.
— Muchos lo comparan con «A sangre fría».
— Sí, la obra de Truman Capote fue muy inspiradora para mí, y me sirvió de referencia, sobre todo en lo que se refiere a la gran investigación psicológica para entender los mecanismos y resortes que llevan a un hombre a cometer semejante acto de brutalidad. Hice un exhaustivo trabajo de documentación, para recabar todo el material necesario, y realicé muchas entrevistas. Y todo eso lo alterné con una profunda introspección en mis memorias personales. Fue un libro muy complejo de escribir.
«El adversario», llevado al cine hasta tres veces, fue su primer y definitivo paso hacia el alejamiento de la literatura como ficción, ya que a partir de ahí Carrère profundizó en su tratamiento de la memoria y la indagación personal, temas que se reflejan en «Una novela rusa» (Anagrama), en la que investiga el pasado ruso de su familia materna, y «De vidas ajenas» (Anagrama), una aproximación al dolor que ocasiona la pérdida de los seres queridos.
— ¿Le aburre la ficción?
— ¡No! Me gusta mucho la novela como lector y, quién sabe, quizás más adelante la retome, pero ahora estoy en un momento de mi vida en que necesito trabajar la ficción vista desde otro punto de vista. Ahora necesito mirar alrededor porque lo que ocurre fuera me interesa muchísimo, y eso luego me permite además mirar en mi interior.
— ¿Este nuevo camino literario le permite conocerse mejor a sí mismo?
— La escritura ya es en sí misma muy introspectiva, puesto que uno ha de buscar en su interior para dar sentido y profundidad a lo que cuenta. Y eso ocurre tanto en novela como en no ficción.
— ¿En cuanto a técnica cuáles son las diferencias?
— Los recursos literarios son los mismos, sólo que cuando se habla de personajes reales hay que asumir la gran responsabilidad que entraña el hecho de poder herir y molestar a dichas personas. Hay ciertos riesgos que hay que tener muy presente.
— ¿Alguna receta para que un libro funcione bien?
— Nunca me he planteado así la escritura. Cuando me dispongo a escribir sólo pienso en que el tema y la manera de acercarme a él me apasionen a mí, sólo así puedo acometer este trabajo, ya que cada historia me ocupa unos cuatro años. Abordo la escritura como la transmisión de mi propia fascinación por lo que estoy haciendo, espero conseguirlo y compartir eso con mis lectores. De modo que en mi caso en vez de hablar de recetas o fórmulas, habría que hacerlo de un motor que se enciende cada día y que me impulsa a escribir. Lo que sí hay son recursos técnicos y estilísticos para lograr que la lectura resulte fascinante para el lector, y éste tenga necesidad de seguir pasando páginas para meterse en la historia.
— En el caso de Limónov, el personaje real protagonista de su última obra, ¿qué es lo que le suscitó tanto interés?
— Yo había escrito algo sobre él anteriormente, de manera que ya había profundizado en su biografía. Y llegó un momento en que lo vi como un personaje de novela picaresca y de aventuras, y a la vez como el resorte que me permitía escribir un libro de historia sobre un periodo que me interesa muchísimo, que es el fin de la Unión Soviética y la Rusia postcomunista. Lo que me maravilló fue que Limónov me brindaba la posibilidad de hacer dos cosas a la vez, una novela de aventuras al modo de Alexandre Dumas y un libro de historia.
— Pero está claro que la personalidad de Limónov le resulta irresistible.
— Por supuesto, ya que, como le decía, su vida está repleta de aventuras y peripecias. Nació en 1943 y ha sido escritor y activista político. Fundó el Partido Nacional Bolchevique y luchó en la guerra de los Balcanes. Estuvo en la cárcel. Malvivió en París, como clochard, luego se marchó a Nueva York donde fue secretario de un millonario... En fin, su vida está salpicada de hechos imprevisibles e incoherentes que tan pronto te hacen verlo como un fracasado o como un héroe carismático. Esa complejidad es irresistible para un escritor, es un material de lujo.
— ¿Él ha leído su libro?
— Sí, naturalmente. Sé que está contento del resultado, y no lo oculta. Se ha encontrado con una gloria inesperada y eso le ha hecho muy feliz. Estaba olvidado para mucha gente, y ese renacimiento le encanta.
— La tarea de investigación y documentación en Rusia no debió ser nada fácil.
— En realidad yo llevo muchos años sintiendo una verdadera pasión por Rusia. La conozco muy bien, he leído mucho sobre ese país, lo he recorrido entero y he tenido infinidad de encuentros y experiencias allí. Así que me siento muy cercano al pueblo ruso, partiendo además de que mis raíces maternas están allí. Con todo ello, la aproximación a Limonov ha sido muy espontánea por mi parte, y el material necesario para escribir esta obra ha sido fácil de conseguir.
— ¿Cuál diría que es el rasgo que mejor define la idiosincrasia rusa?
— La pasión y el exceso en todo. No es un mito ni un cliché, es una realidad. Los rusos son así, excesivos, apasionados, agotadores, temperamentales y brutales.
— ¿Qué está escribiendo ahora?
— Estoy con dos historias, en la misma línea de alternar ficción con realidad, que serán dos libros distintos. Cuando uno no me sale, me voy al otro, y así van creciendo los dos. Pero están en una fase muy inicial todavía.
— ¿Algún ritual a la hora de empezar a escribir?
— Ninguno en especial, no soy muy maniático. Hay fases en que no escribo nada, sólo artículos o guiones, y eso me resulta relajante. Luego vuelvo a mis obras y paso un tiempo estudiándolas, dándoles forma y escribiendo a ratos. Y cuando ya verdaderamente cogen impulso suelo pasar una temporada en mi casa de la isla de Patmos, donde estoy muy aislado y trabajo muy bien.
A propósito de la novela biográfica o la biografía novelada sobre Limónov escrita por Emmanuel Carrére.
Nacer en una ciudad que lleva el nombre del creador de la policía secreta ya es un dato, pero sin duda lo es menos en la URSS, donde Félix Dzerzhinski era uno de los héroes revolucionarios y llegó a ese panteón luego de fundar la Cheka, la policía política que luego sería conocida como GPU, NKVD, KGB y hoy día FSB. Su monumento de la Plaza Lubyanka de Moscú fue derribado en 1991 pero Vladimir Putin repuso una escultura en su honor en el Ministerio del interior. Si hubiera vivido más, seguramente hubiera sido fusilado pero falleció de un ataque cardíaco en 1926, y como ya no representaba ningún peligro, Stalin bautizó una ciudad con su nombre.
Ahora estamos en 1942, en la ciudad de Dzerzhinsk, donde fue concebido Eduard Veniaminovich Savienko. Eran los años del sitio a Stalingrado. Más tarde sus padres emigraron a Járkov, un centro industrial y ferroviario de Ucrania. Allí se «socializó» —por decirlo de alguna manera— el niño que más tarde se rebautizaría como Eduard Limónov. Su padre era un chekista de bajo rango, encargado de trasladar presos o cuidar instalaciones, sin el orgullo de haber combatido en la Gran Guerra Patriótica. Al comienzo, Eduard lo admiraba, al final terminó considerándolo un imbécil, un fracasado. Por esos años, las ciudades rusas estaban llenas de pandillas de niños ladrones, asesinos —huérfanos o no—, lo que llevó al Estado a bajar la edad de imputabilidad penal (incluida la pena de muerte) a doce años. Pero Edichka el diminutivo ruso de Eduard— combinaba su participación en estas hordas de niños y adolescentes con su vocación por la poesía. Además aprendió que quienes inspiran verdaderamente respeto no son quienes están mejor entrenados o son más grandotes sino quienes están dispuestos a matar. Y él lo estaba; llevaba siempre una navaja.
Es la vida de Eduard Limónov la que reconstruye en forma de biografía novelada (aunque no tanto) Emmanuel Carrére —el hijo de la famosa sovietóloga Héléne Carrére d'Encausse, hija de georgianos blancos que abandonaron Rusia tras la revolución de 19171. Emmanuel Carrére conoció a Eduard, ya bautizado Limónov, en París a comienzo de los años 80. Por ese entonces, el chico de Jarkov que podía ir con sus amigos de pandilla a presentar un poema a un concurso oficial de poesía e incluso ganarlo, había pasado por muchos mundos. Para Limónov, la vida se divide entre fracasados y exitosos, el problema es que su visión del éxito es a menudo perturbadora e inestable. Primero quiere —y llega— a la bohemia de Jarkov y más tarde a la de Moscú. Pero eso, que era lo que más ansiaba, no le quita el desprecio que siente por esos disidentes que se reúnen en sótanos, leen samizdat (copias clandestinas de textos prohibidos) y adoran a figuras como el poeta Joseph Brodsky. Limónov, que siempre combinó grandes dosis de idealismo y pensamiento «ácido»,—y se ganaba la vida como sastre— decía irónicamente que la ventaja del sistema de censura soviético era que podía haber «grandes escritores» que nunca publicaban nada; es más, que cuanto menos publicaban eran más heroicos porque se los suponía más perseguidos.
Limónov era —al mismo tiempo— un duro que podía pasar largas jornadas de zapói unas borracheras de varios días en las que se pierde la conciencia y pueden incluir viajes en trenes y vagabundeos luego olvidados— y de igual modo podía caer en grandes depresiones por amor (o al menos por mujeres que lo dejaban).
El Wüd Side en Nueva York
Su autoexilio a Nueva York no calmó su búsqueda; al final no estaba muy seguro de querer ser un «Charles Manson de las letras», un revolucionario profesional o un escritor de éxito. En Nueva York se juntó con los exiliados soviéticos pero no los soportaba; llegó a ser parte de las fiestas de la familia de Alex Liberman —un rico emigrado ucraniano, encargado de la dirección editorial de la revista «Vogue»— y al final rechazó ser comparsa de millonarios y famosos.
En Occidente, su inconformismo perpetuo —pero no carente de cierta coherencia— lo llevó a posiciones polémicas —y para muchos escandalosas. Su bautismo de fuego fue un artículo en ocasión de la concesión del Premio Nobel de la Paz a Sájarov. Limónov escribe un artículo titulado «Desilusión» para explicar que los disidentes están aislados del pueblo, que sólo se representan a sí mismos y, en el caso de Sájarov, a los intereses de su casta, la nomenklatura científica. Que la vida en la URSS es gris y aburrida pero no es el campo de concentración que esos disidentes describen. Y finalmente, que Occidente no es mejor y que los emigrados, pagan cruelmente haber abandonado su país porque la triste verdad es que en Estados Unidos nadie los necesita.
Pero el escándalo no provino de su publicación en una revista marginal (nadie había querido publicárselo) sino de su repercusión en la URSS, donde el «Komsomólkaia Pravda» publicó: «El poeta Limónov dice toda la verdad sobre los disidentes y la emigración». Sus compañeros del deprimente periódico Russkoe Dielo pasaron a considerarlo un agente del KGB. Pero Limónov estaba lejos de ello.
Por esos tiempos vivía en un hotelucho de mala muerte con prostitutas, drogadictos y delincuentes, muchos de ellos afroamericanos. Su esposa Elena, que lo había acompañado en su aventura neoyorkina lo abandona. Por momentos el poeta ruso parece acabado. En una de sus decisiones que mezclan desesperación, necesidad de experimentar nuevas sensaciones y redimirse de él mismo, «decide» volverse homosexual. Para ello vagabundea por los parques de la ciudad donde se hace follar por negros igualmente vagabundos. De ese wild side nacerá el libro autobiográfico (como todas sus obras) que un editor francés tan escandaloso como él tituló «El poeta ruso prefiere a los negrazos». Luego publicaría «Diario de un fracasado», «Retrato de un bandido adolescente», «Historia de un canalla», e «Historia de un servidor». En este último cuenta sus aventuras como mayordomo de un multimillonario de Manhattan —una de sus tareas que combinaron necesidad y un poco de excentricidad.
Así, cuando esperaba poco del futuro, y pensaba en alguna hazaña suicida, un editor parisino decidió publicarlo. «El poeta ruso»… fue un éxito escandaloso y se mudó a Francia.
Allá se vinculó con Jean-Edern Hallier, fundador de «L'Idiot international» a fines de la década del 60. El tono panfletario y alborotador de la revista era un espacio ideal para Limónov, y allí se codeó con algunos exponentes de la extrema derecha francesa como JeanMarie Le Pen.
Mientras tanto, la Unión Soviética comenzaba a crujir. Pero Limónov estuvo lejos de alegrarse. Todo lo contrario. Fiel a su hostilidad a lo políticamente correcto detestó a Gorbachov. Después detestará a Yeltsin y hoy lucha a muerte contra Putin. Al capitalismo criminal que comienza a regir tras la caída de la URSS lo lee como pura humillación de un país entero, con ex jerarcas que de la noche a la mañana se hicieron multimillonarios ostentosos, a costa de la expropiación masiva del Estado y la población. Millones de rusos —entre los cuales los jubilados se llevaron la peor parte— quedaron en la miseria. La frontera entre buenos y malos se desdibujó, también la de demócratas y reaccionarios. «Ahora lo más terrible es que creo que la verdad está del lado de las personas a las que siempre he considerado mis enemigos», dice el demócrata y disidente histórico Andrey Siniavsky.
Lo nacional bolchevique en la Rusia contemporánea
Después de su primer regreso a Moscú, Limónov emprende otra huida redimidora y termina como combatiente voluntario en la República Serbia de Krajina —un Estado que nunca llegó a existir— y donde se codea con diversos criminales de la guerra de los Balcanes. Al final decide volver a hacer la revolución a su propia tierra.
Entra en contacto con Aleksadr Duguin, un politólogo nacionalista —partidario de un imperio euroasiático— que construyó un panteón donde pueden convivir sin problemas Lenin, Mussolini, Hitler, Leni Riefenstahl, Maiakovski, Julius Evola, Jung, el Che Guevara, Rosa Luxemburgo, el historiador francés George Dumézil, Lao-Tsé, Guy Debord y varios otros. De esa amistad nacerá el Partido Nacional-bolchevique, cuyos símbolos son una bandera nazi pero con la hoz y el martillo en lugar de la esvástica y el saludo hitleriano pero con el puño cerrado.
Pero esta mezcla de estalinistas, fascistas, nacionalistas, anarquistas, punk, góticos, escritores, cabezas rapadas y rockeros (en su enorme mayoría jóvenes) está lejos de entrar en la categoría tradicional de partido neonazi o milicia de skinheads. El propio Carrére se sorprendió cuando, atento al tema para escribir su libro, encontró que la respetada y después asesinada periodista Anna Politkóvskaya —de indudables credenciales democráticas— defendía con voz alta y firme a los jóvenes nas-bol que eran enviados a las cárceles y molidos a palos por la policía. Finalmente, en un país destrozado por el cinismo, con una sociedad pasiva, consumista, superficial y atomizada, estos chicos no sólo creen en algo sino que ponen su vida al servicio de sus ideales. Es más, a Politkóvskaya estos jóvenes íntegros y valientes son casi los únicos que le inspiraban confianza en el futuro moral del país. En gran medida, el nacional-bolchevismo —ilegalizado desde mediados de los 2000— funcionó como un espacio de contracultura más que como un proyecto con chances de llegar al poder. El propio Limónov fue encarcelado en 2001 bajo delitos de terrorismo, organización de banda armada, posesión ilícita de armas de fuego e incitación a actividades extremistas. Estuvo tres años preso en cárceles de alta seguridad.
En una de esas cárceles llamada campo de Engels, a la orilla del Volga (los presos la llaman «Eurogulag» por su modernidad arquitectónica y su carácter modélico) Limónov encontró que los lavabos del baño le recordaban a los diseñados por el arquitecto Philippe Starck en un refinado hotel neoyorkino. A partir de ahí pensó en su recorrido: ninguno de los presos había conocido los trabajos de Starck y ninguno de los alojados en ese hotel habían estado presos con criminales variados en una cárcel rusa. Esos son los muchos Limónov que aparecen en el libro de Carrére —que más que una biografía condensa las propias autobiografías del poeta ruso.
Últimamente Limónov, de 70 años, ha dado un nuevo giro y se ha aliado a sectores liberales en la alianza Otra Rusia, que intentan sin éxito desplazar de poder a Putin. ¿Paradójico? Carrére destaca las afinidades de Edichka con el Presidente ruso: niñez humilde, padre militar de bajo rango, nostalgia por el comunismo y desprecio por la debilidad. Putin dijo una vez que «quien no añora a la URSS no tiene corazón, y quien quiere reconstruirla tal cual era no tiene cerebro».
La Paz: «El Desacuerdo», n.10, 13 de octubre de 2013
Eduard Limónov | Escritor y político opositor ruso • Rodrigo Fernández
Nacido en Rusia y criado en Járkov, hoy Ucrania, ha participado en muchas guerras europeas.
Eduard Limónov, hasta hace poco conocido por solo un pequeño círculo en Occidente, es hoy un personaje famoso gracias al libro Limónov (Anagrama) que le ha dedicado Emmanuel Carrère. Nacido en Rusia en 1943 con el nombre de Eduard Savenko y criado en Járkov, hoy Ucrania, Limónov es un escritor y político, que pasó una parte importante de su vida en Estados Unidos y Francia. Regresó a Moscú una vez desaparecida la URSS.
Curiosamente, el emigrado soviético no volvió para unirse a los sepultureros del comunismo, sino para engrosar el bando antirreformista. Savenko se transformó en Limónov, ácido como el cítrico y explosivo como una granada (limonka en el argot ruso). En 1993, fundó el Partido Nacional-Bolchevique, hoy prohibido, pero que sigue funcionando bajo el nombre de La Otra Rusia.
Delgado, de gafas, perilla y bigotes, no da la impresión de ser lo que es: un duro, un hombre de acción, que ha participado en las guerras yugoslavas apoyando a los serbios, en la de Abjazia contra los georgianos, en el Transdniéster del lado de los rusohablantes. Recibe a EL PAÍS en su apartamento del centro de Moscú, mientras afirma que cuenta con destacamentos que combaten en el este de Ucrania.
— Rusia vuelve ahora a dominar Crimea…
— ¡Por fin! Hace 23 años que dije que Crimea era tierra rusa, poblada por rusos. Kiev heredó de la Ucrania soviética mucho territorio que no le pertenecía, que se le había incluido por comodidad administrativa, como Crimea o la provincia de Járkov. Allí viví mis primeros veintitantos años y la conozco bien: podías pasear durante días sin oír el ucranio. Trescientos años formó parte de Rusia. Lo mismo puede decirse de Donbás, en cuyas minas de carbón trabajan desde siempre rusos. Ucrania, en 1991, cuando recibió esta herencia, debería haber hecho un acto de generosidad y haber devuelto todo. Lo mismo ha sucedido con Georgia, que se fue con una herencia que incluía Abjazia, Adzharia y Osetia del Sur. Crearon sus pequeños imperios y se resisten a entregar lo que no les pertenece. Pero la dote hay que devolverla.
— ¿Quiere usted decir que Rusia debe recuperar su antiguo imperio?
— Mi posición es clara: Crimea y la zona de Donbás son tierras rusas. Así lo creemos y así es.
— ¿Cómo ve usted la situación en el sureste de Ucrania?
— Allí viven rusos y ucranios, pero estos ucranios no son como los que habitan el oeste del país. Las primeras regiones ucranias occidentales fueron incorporadas solo en 1939 y las últimas en 1945. O sea, ellos no han vivido toda su historia con nosotros, vivieron con el Imperio Austrohúngaro, con Polonia. Es de esas regiones que ha llegado la ideología que domina en Kiev y que venció en el Euromaidán. Desde 1991 hasta el 2014 los primeros ministros ucranios han sido todos unos estafadores, todos mercanchifles y truhanes. Donbás y Járkov los soportaron, pero cuando llegaron al poder los gamberros del Euromaidán, cuando los vieron esos brazaletes y sus bates de béisbol, su agresividad, la gente del este de Ucrania se asustó.
— ¿Qué le parece la posición del Kremlin frente al este de Ucrania?
— Lo que sucedió en Kiev el 22 de febrero fue algo inesperado para todos, incluso para el Kremlin. Crimea reaccionó rápidamente, la gente quería ser parte de Rusia y en cuanto se les presentó la oportunidad se organizaron y celebraron el referéndum. Putin en realidad no quería nada de esto; lo arrinconaron, no le quedó otra salida.
— ¿Qué futuro le espera a la oposición? El poco espacio que tenía parece haberlo perdido.
— Totalmente de acuerdo. Mi análisis no me gusta: los liberales perdieron el poder en 2003 cuando se vieron sin representación parlamentaria, y en estos 10 años se han ganado el odio general. Ellos mismos se han sepultado, aunque en sus filas haya intelectuales, tengan medios de comunicación. Poseían mucha fuerza, pero lo han dilapidado todo, todo lo hicieron mal. En 2011, cuando sacaban a la calle a 100.000 personas, en lugar de dictar las condiciones al régimen, firmaron acuerdos con él.
— ¿Y la izquierda?
— Cual elefante, el rincón izquierdo lo ocupa el Partido Comunista, organización muy dañina que se apropió del lugar de los comunistas cuando no lo son, son unos impostores. Como resultado, los otros partidos pequeños de izquierda están condenados a llevar una vida lastimera.
— ¿No hay futuro, entonces?
— Una posibilidad es que la libertad nos llegue del este de Ucrania, de la Ucrania sublevada. Y nosotros tenemos esperanzas de convertirnos en un partido de masas, hace ya mucho que existimos como organización, pero bajo este estado policiaco no lo hemos conseguido. Esperamos lograrlo con el lema de «Requisar y dividir», nacionalizar las fortunas de los oligarcas —y a ellos expulsarlos—, los recursos naturales.
— ¿Qué le espera a Putin?
— Si estamos de acuerdo en que la oposición pasa por malos tiempos, podemos concluir que a Putin le espera un futuro esplendoroso.
— ¿Está de acuerdo con lo que escribe Carrère sobre usted?
— ¿Sabe?, estoy contento de que ese libro haya aparecido, es un reconocimiento enorme, ha sido traducido a una veintena de idiomas. Me he negado a criticarlo, porque ha creado un mito sobre mi persona; lo que hizo Carrère es mejor que haber recibido el Nobel, es como lo que sucede con un escritor que ha muerto 20 años atrás y de pronto lo redescubren. El éxito ha sido fantástico, solo en Francia se han vendido más de 600.000 ejemplares del libro dedicado a mí, esto es muy bueno para mí. Como cualquier otra persona, escritor y político, aspiro a ser conocido. Carrère ha ganado mucho dinero, e incluso yo recibí algo por una película que piensa rodar Saverio Costanzo, que en Cannes compró los derechos del libro. El productor es muy conocido, el mismo de Bertolucci, así es que espero que la sea buena, aunque, por supuesto, no seré yo el retratado allí, sino el mito que se ha creado, pero entiendo perfectamente que esto es bueno para mí.
Soy casi casi la némesis de Daniel Utrilla. Y perdón por la primera persona y por ponerme delante, pero mi disculpa es sencilla: soy seguramente más burro que él, salvo cuando se trate de ingerir hectolitros de vodka. Cometo periodismo digital, jamás he cruzado los Urales y prefiero Dostoievski a Tólstoi. Nos une el Real Madrid y Josep Pla, lo que no es poca cosa. También una forma antigua de entender el periodismo, que él logró practicar y yo —«la prisa venció a la prosa»— apenas alcancé a leer.
Daniel parece (desde la simpatía de lector agradecido) un tipo agudo y observador. Daniel es, eso sí que es seguro, un fantástico cronista. Sus piezas en El Mundo, periódico para el que trabajó de corresponsal en Moscú durante una década, son pequeñas joyas del oficio. De aquella experiencia objetiva nació su delicioso tocho subjetivo sobre Rusia, «A Moscú sin Kaláshnikov» (Libros del K.O., 2014), del que con entusiasmo apenas disimulado os hablé antes del verano. Esta conversación, pues, tiene su origen en aquella fascinación.
〈…〉
— Por las páginas de su libro aparece de vez en cuando el nombre de Limonov, al que todos nosotros —los no rusófilos— empezamos a conocer gracias a la novela o lo que sea de Carrère. Escribí una reseña de su libro hace unos meses, y en un comentario, un chico francés fanático de su figura (de la de Limónov) me dijo que estábamos equivocados respecto a él, que el mito creado por Carrère no se corresponde a la realidad… ¿Le gustó el libro de Carrère? ¿Y el Limónov de carne y hueso?
— La magia de la literatura (y una de las razones por las que considero que es superior al periodismo) es precisamente esa: que pueda abordar personas y hechos desde puntos de vista impensables y mucho más profundos, poliédricos (¿metafísicos?) y originales que los de la prensa diaria. Objetivamente, Limónov es un personaje residual de la realidad política rusa al que los periodistas extranjeros (yo incluido) no se han tomado nunca demasiado en serio, por esa mezcla explosiva de bolchevismo y ultranacionalismo de corte fascista que gasta. En cambio, Carrère tuvo el atrevimiento de meterse en el alma del personaje y de hacerlo trascender más allá de sus caricaturescas circunstancias vitales (quizá por eso el propio Limonov reconoce que no se reconoce del todo en el retrato, según leí el otro día en la entrevista que le hizo mi amigo Rodrigo Fernández, corresponsal de «El País»). Al margen de la simpatía o rechazo que a cada cuál le despierte Limónov, el libro tiene el acierto de humanizar al personaje, con sus sueños, virtudes y bajezas. El periodismo no suele llegar tan hondo en la disección de las almas (que son la materia prima de la literatura). Carrère ha logrado hacer eterno lo coyuntural, y ahí reside el mérito del libro. Si en lugar de Limónov hubiera escogido al polémico ultranacionalista Zhirinovski o a cualquier otro personaje de la oposición política rusa el resultado habría sido parecido. A mí lo me que me gusta y cautiva del Limonov de Carrère no es su peripecia política (por peregrina que sea), sino su carácter completamente ruso, una mezcla explosiva y contradictoria de vitalismo, mística pagana, literatura, orgullo, patriotismo, sexualidad desatada (todo ello mezclado con suficiente alcohol como para parar un Transiberiano). Creo que Carrère conoce muy bien a los rusos y nos ofrece un espécimen en carne viva. ¡Chapó!
Egocéntrico, punk, dandi y romántico, el escritor y político Limónov vuelve para contar su vida en «Soy yo, Édichka».
1. Es el rey de la primera persona. Eduard convierte su vida en mito, y toda su obra circula alrededor de ello. «La única leyenda viva que le interesa es él», sugería Emmanuel Carrère en «Limónov» (Anagrama). Eduard Limónov es un egocéntrico loco que solo sabe hablar de sí mismo, pero lo hace con tal belleza, humor, patetismo y éxtasis que convierte cada batallita en un momento trascendente. Édichka también es un bocazas: no hay escritor más petulante y chulo que él. Pero a la vez es un tipo honesto, leal y muy generoso. No es un hipócrita ni un cobarde, y mucho menos un cínico. Podrá arrearles un taburetazo, pero nunca por la espalda, y solo cuando realmente lo merezcan.
2. Es un romántico. Lo que implica que su primera persona puede ser más o menos fiable dependiendo de lo contado. Como Nik Cohn, Limónov no deja que la verdad se entrometa en una buena historia. Mentiroso compulsivo, cuentacuentos supremo, amante de la visión épica, la hipérbole y la exageración patológica, Édichka explica su propia existencia desde el über-romanticismo de un poeta guerrero en plena epifanía. Importa poco si la viñeta narrada le deja como un superhombre o un gusano asqueroso: lo crucial, entiéndanlo, es el impulso. Su voz en «Soy yo, Édichka» (Marbot Ediciones) ostenta megalomanía tiznada de pavor, pasión-con-demonios, apocamiento que puede tornarse furia esquizoide, odio de clase y hambre por la vida.
3. Es un dandi. Limónov ama la ropa. En sus inicios incluso alardeaba de ser un «sastre autónomo». Aunque hace años que Eduard solo maneja un inquietante look Trotsky + mosquetero facial, combinado con tabardos negros de la Armada soviética y pantalones de paraca, en «Soy yo, Édichka» le vemos luciendo acampanados blancos, trajes de tres piezas color malva (agh), cazadora de cuero con pajarita (ugh), botines puntiagudos, camisas de chorreras y otros atentados estéticos contra la salud mental.
4. Es un punk. Y no solo porque en su etapa neoyorquina fuese fan de Ramones o Talking Heads o porque en su juventud editara fanzines de poesía. Es un punk porque se limpia las ancas con el canon de la alta cultura, con los popes del establishment, y «no ama las peregrinaciones literarias ni a los barbudos del XIX». Se mofa de la bohemia de su Jártov natal (y, en «Soy yo, Édichka», de la bohemia rusa neoyorquina), de sus chaquetas casposas y reverencia por los clásicos, así como rechaza la idea underground del fracaso como acto noble.
5. Es un hombre con biografía. Sí, su vida es ligeramente distinta a la de, por ejemplo, Martin Amis. Édichka fue delincuente fallido en Jártov, airado dandi del underground moscovita, punk ruso en Nueva York que terminó sodomizado por un homeless, mayordomo de un multimillonario, celebridad literaria en París, voluntario en la guerra de los Balcanes (¡por el lado serbio!), fundador del Partido Nacional-Bolchevique, reo de varias cárceles, miliciano nasbol en Kazajistán, convicto por terrorismo y filofascista ocasional, entre muchas y terribles cosas. Quizás piensen que está como una chota, pero desde luego es de los tipos más interesantes que llegarán a conocer jamás.
Limónov es sinónimo de polémica: escritor reconocido e incendiario, político odiado y admirado, «nazbol» (nacional bolchevique) anti-Putin y, sobre todo, un referente en la joven Rusia conocido también mundialmente por su biografía escrita por Enmanuel Carrère. Aunque ésta es sólo la punta del iceberg de una personalidad apabullante que se dibuja en la entrevista exclusiva que dio a «Público» en Moscú.
Sobre la repisa de la ventana descansa una limonka, como los soldados llamaban a la granada de mano soviética F1. Desactivada. De esa granada tomó su pseudónimo Eduard Savenko, más conocido como Eduard Limónov (Dzherzhinsk, 1943)
Limónov tiene enmarcadas en la pared varias fotografías de su visita a Bosnia durante la guerra, uno de los episodios más controvertidos de su vida que la novela biográfica de Emmanuel Carrère ha vuelto a dar a conocer. El escritor ruso, que a mediados de marzo hubo de ser hospitalizado por un grave problema de salud que no reveló pero que a punto estuvo de llevarle «al otro mundo», según sus propias palabras, considera que ha dejado definitivamente atrás su faceta literaria y durante la entrevista, prefirió centrarse en cuestiones políticas. Limónov es sinónimo de polémica y esta vez no fue una excepción. Al fin y al cabo, tomó el nombre de una granada.
— Puede estar tranquilo, que no le preguntaré una vez más por el vídeo de Sarajevo con Karadzic…
— …Karadzic no es para nada como lo presentan en Occidente; como alguien que no se sabía manejar con sus generales. Estudió en EEUU, era un intelectual, psiquiatra, poeta…
— ¿Cómo debería presentarle? Se le ha llamado neobolchevique, nacionalista ruso, fascista, provocador…
— Mi partido se llamaba nacional-bolchevique. De ahí viene el término nazbol. Tenía elementos de izquierda y derecha. Y de ahí el nombre.
— Su nombre ha vuelto sobre todo por la biografía de Carrère. ¿Se ve reflejado?
— Es una interpretación de lo que fue mi vida, a partir de mis libros. Está lejos de lo que fue la realidad.
— Se le consideró uno de los disidentes soviéticos más conocidos…
— Mi vida fue suficientemente complicada. No me veo cómodo en ese patrón. Nacionalista, de izquierdas, de derechas, ya me he referido a eso. No fui un disidente en toda mi vida. ¿Qué disidencia? Yo siempre estuve a favor de la política claramente agresiva de la URSS, por ejemplo.
— Ahora se habla de Mijaíl Jodorkovski o Zhanna Nemtsova como disidentes.
— Nada que ver.
— ¿Cómo ve la literatura rusa actual? Escritores como Zajar Prilepin o Vladímir Sorokin…
— No me intereso por la literatura. Prilepin es miembro de nuestro partido, La Otra Rusia.
— En un artículo en «Izvestia» ha descrito a Europa como un «anciano».
— Creo que es una idea exacta. Viví en Francia 14 años, 20 años en el extranjero, seis en Estados Unidos y 14 en Francia. Europa se compone de países viejos, más viejos que Rusia. Rusia es vieja, pero no tanto.
— ¿Cree que Europa puede salir de esa situación?
— Veamos. Estamos sentados en primera fila. Pienso que lo que sucede ahora en Europa es un terrible error, un crimen: Europa no puede acoger a millones de inmigrantes. Son millones de extranjeros, con otras tradiciones, creencias… Esto no es racismo; son extranjeros. Dios puso a cada uno en su sitio, en su país, en su continente, no para que fueran paseándose de aquí para allá sin descanso.
— En otro artículo ha calificado a Estado Islámico como una muestra de «nihilismo positivo» y a Europa de «nihilismo negativo».
— Sí, es nihilismo por supuesto. Aunque dije «nihilismo agresivo», no «positivo». Escribía para «Izvestia», pero al cambiar a una dirección más pro-gobierno yo y una serie de autores pasamos a ser no deseados. Ahora escribo ocho artículos al mes para dos medios digitales: «Svobodnaya Pressa» (Prensa Libre) y Russkaya Planeta (Planeta Ruso)
— ¿Le importa si vuelvo a la pregunta anterior?
— Estado Islámico se hace llamar «califato». No es fácil de describir. Es un Estado, no un grupo terrorista. En Rusia y Occidente mezclan ambas cosas. Se trata de una lectura apocalíptica y sectaria del islam. Parten de viejas revelaciones de Mahoma. No son una broma. Tienen a su propio califa, Al-Baghdadi, que se proclama descendiente de la tribu de Mahoma, los quraysh. Según su interpretación, el califa auténtico ha de ser un quraysh. Con él llega el fin del mundo, el apocalipsis, la batalla contra Roma, como llaman a a la civilización europea, en territorio de Siria, donde se proclamará el califato.
— Usted fue uno de los defensores del llamado eurasianismo tras el desplome de la URSS. ¿Cómo ve esta idea hoy?
— El eurasianismo fue una idea de emigrantes rusos que vivían en Praga en los treinta. Todo eso son viejas ideas que ahora pertenecen a los archivos. Pensaban que Rusia debía continuar el dominio de Gengis Khan. Pero cometieron un error: se orientaron al libro de «La historia secreta de los mongoles», pero ese libro era en realidad una falsificación. Y esa idea se fue, se marchó, ya no inspira a nadie; es archivo, es libros, cosas de ancianos… Ahora está la idea del mundo ruso (russky mir) de la que hablo. Se trata de unir a todos los rusos bajo un mismo Gobierno. Cuando en el año 1991 Rusia vivió una revolución burguesa, 27 millones de rusos se quedaron fuera de las fronteras de Rusia. Sólo en Ucrania fueron doce millones. En Kazajistán, seis millones. Ante eso, ¿qué tarea tiene Rusia? Ya se lo he dicho: el eurasianismo es una estimable vieja teoría. Una utopía.
— ¿Sustituye el mundo ruso al eurasianismo?
— Es algo más que eso. No niega nuestro carácter asiático. Está ahí, en cada uno de nosotros. No es una renuncia. Primero están nuestros hermanos en las repúblicas de Ucrania y Bielorrusia. La tarea es más fácil: unir a Rusia, Ucrania y el norte de Kazajistán. Según una estadística oficial, cuatro millones de rusos viven en Kazajistán. En realidad, son más, estoy convencido, porque ahora no sale a cuenta inscribirse como tal en el censo.
— ¿Cómo ve la situación en Ucrania?
— Ucrania es un país que Occidente no quiere entender. Que en Donbás viven rusos, rusoparlantes, era obvio por sí mismo: un lenguaje, en concreto el ruso, era el hablado por el 94% de la población. Hay rusos que viven en Ucrania, en Donbás, y luego está el Donbás ruso. No hay ninguna diferencia con los rusos que viven al otro lado de la frontera. En la ciudad de Shajty, en el óblast de Rostov del Don, vive la misma gente que vive en Donetsk, hablan la misma lengua, con el mismo dialecto del sur de Rusia. La insurrección en Donbás no la organizó Putin, al contrario. Fue espontánea. Él no estaba contento con eso, no estaba contento con Crimea. Él era feliz con los Juegos Olímpicos de Sochi, la niña de sus ojos. Miles de millones de dólares invertidos en aquellas construcciones. Y por el contrario, resultó que lo importante era el problema de Crimea, el referendo. Allí, 2,5 millones de habitantes son rusos. Los tártaros de Crimea son unos 200.000. Su porcentaje, en comparación, es poco.
— ¿Cómo ve el futuro de las repúblicas de Donetsk y Lugansk?
— Los acuerdos son una muestra de cobardía rusa. ¿Qué hizo Rusia allí? Se ciscó en la revolución en Donbás, la estropeó. Rusia apartó a los líderes independientes. Quienes no fueron expulsados para crear las condiciones fueron asesinados. Rusia hizo de la República Popular de Lugansk y de la República Popular de Donetsk pequeñas moscovias. Llevó allí fuerzas especiales, oficiales y asesores rusos y ahí, por así decir, se terminó la revolución, porque cuando comenzó a llegar la ayuda entendieron que iban a convertirse en Estados satélite, vasallos de Rusia. Eso es muy grave.
— ¿Considera que Alexander Zajárchenko e Ígor Plotinski están al servicio de Rusia?
— Completamente. Actualmente, esos gobiernos viven bajo la égida de Moscú y hacen lo que les dice Moscú. Por supuesto, sus habitantes no pueden regresar a Ucrania. Luego está el deseo de volver a integrarse en Rusia. Y entre ambos media un abismo.
— ¿Cree que el conflicto podría extenderse a otras zonas de Ucrania?
— Járkov no consiguió unirse a partir del momento en que Kiev consiguió enviar allí a sus nacionalistas. Ahí se acabó la revolución. Yo viví en Járkov muchos años, es una gran ciudad, muy intelectual, con cerca de dos millones de habitantes, la segunda mayor ciudad de Ucrania después de Kiev. No es en absoluto ucraniana. En mi época uno podía recorrer la ciudad durante todo el día y no oír ni una frase en ucraniano. No es una ciudad ucraniana, nunca lo fue.
— Se organizó una iniciativa para proclamar una República Popular de Járkov.
— Era una iniciativa partisana, clandestina. No reunía a una cantidad suficiente de gente. Todo lo que podían hacer era intentar poner las cosas en marcha.
— ¿Cómo ve el conflicto entre Europa y Rusia? ¿Cómo cree que podría resolverse?
— Después de 1991, después de Gorbachov y Yeltsin, Europa interpretó el papel de conquistador de Rusia y Rusia lo aceptó. Cuando había que elevar la señal de alarma en algunas decisiones de la ONU u otras cosas, contra la decisión de bombardear Yugoslavia o Irak, Rusia no hizo nada. Estaba dominada por los liberales y el enorme impacto mental de Europa y EEUU. Por eso Europa quiere que volvamos a la situación en la que Rusia vivió desde 1991 hasta 2014, hasta Crimea. En 2014 se produjo un giro radical. Nuestra nación, nuestra gente, siempre estuvo a favor de una Rusia fuerte. Al final tomó las riendas y recuperó Crimea. Eso no le gustó a Europa. ¿Qué piensan que van a hacernos las sanciones? Los rusos son muy obstinados y cuando empiezan a dictarles las cosas se rebelan. Tengo entendido que los españoles también son así. Y nuestros gobernantes entendieron que esa política patriótica, que esa política nacional, que prima los intereses nacionales, le comporta popularidad.
— ¿Las sanciones no funcionarán?
— [Ríe] Creo que nada funcionará. El ruso es un pueblo muy orgulloso. Históricamente mostramos nuestro orgullo al no entregar a Leningrado. Nosotros no tenemos pretensiones hacia otros países, ni siquiera los bálticos. Pero tenemos a rusos que, equívoca y criminalmente, abandonamos más allá de nuestras fronteras en el 91. Allí viven mal, se quejan. Pero no todos pueden salir de allí.
— ¿Y cómo pretendería unificar ese mundo ruso?
— Realizando un referendo, como en Crimea. Ése es el camino correcto. El referendo es una muestra de la voluntad popular. Se encuentra hasta en la ONU. La población de un territorio, una nación, tiene el derecho a escoger su gobierno. En 1991 la URSS se dividió en fronteras administrativas. De hecho, fue prácticamente un acomodo con los pueblos y grupos nacionales. Fuera de nuestras fronteras se quedaron seis millones de rusos en Kazajistán y 12 millones de rusos en Ucrania. En Kazajistán, por ejemplo, se encuentra Uralsk, una vieja ciudad fundada por los cosacos de Yaik. Allí fue donde arrancó en 1773 la insurrección de Pugachev. ¿Ha oído hablar de Pugachev, verdad? Es una vieja ciudad rusa. ¿Por qué se encuentra ahora en Kazajistán? Todas las ciudades que bordean la frontera en Kazajistán son ciudades rusas. Siguen viviendo rusos allí. No nos hace falta Alma Atá. Pero que nos devuelvan nuestras ciudades, donde siempre vivimos. Los kazajos nunca tuvieron ciudades, eran un pueblo de nómadas. Ni siquiera son mayoría. De los 17 millones de habitantes de Kazajistán, si uno tiene en cuenta el resto de nacionalidades que aún viven allí, los kazajos probablemente sean la mitad.
— Querría preguntarle por los partidos europeos que piden normalizar relaciones con Rusia…
— No soy miembro del Gobierno y no puedo responderle. ¿Que quieren buenas relaciones con Rusia? Estupendo. Fantástico. Es una cosa con futuro. Pero yo estoy por esa idea que ya defendí en un vídeo hace veinte años, que se encuentra en un vídeo y en varios artículos. Recientemente desenterraron un vídeo de 1992 en el que digo qué hacer con nuestros conciudadanos rusos: tomar Crimea, tomar Donbás. Y ahora la gente lo ve con los ojos como platos. Pero nuestro partido no tenía entonces capital político. Y ésa era nuestra percepción. Entonces ya lo recomendábamos, teníamos nuestro programa de partido, en el 94, donde escribíamos todo lo que hace ahora Rusia, como la amistad con China. Todo eso ya lo escribíamos en el 93.
— Tuvo relaciones con el Frente Nacional francés…
— Conocí a los Le Pen cuando viví allá, y más tarde aquí, en los noventa, con Zhirinovski. Pero tampoco demasiado. Me interesó, ahí vi algo con futuro. La burguesía francesa no es revolucionaria. Ellos fueron los primeros en llamar la atención sobre el problema de la migración, y mire cómo ha crecido este problema ahora. Pienso que este tema tiene muchas perspectivas políticas.
— Hay quien dice que Le Pen tiene posibilidades de ganar las elecciones presidenciales…
— Puede ser. Pero está Sarkozy, que es un político astuto y sabe ver estas cuestiones y moverse en consecuencia. Y el establishment político podría actuar para que Le Pen no consiga la presidencia.
— ¿Y otros partidos de ultraderecha en Europa?
— Mire, existe una vieja frase del zar Alejandro III, quien dijo «Rusia sólo tiene dos aliados, su ejército y su flota». Nosotros no esperamos ayuda de nadie. ¿De quién? Un gobierno tan grande como el nuestro necesita su propia defensa. Si quieren… Es importante que ganemos nuestro conflicto interno contra los liberales, que Putin se decida contra ellos. En política yo me considero un hawk (halcón), ya lo sabe.
Activista, político pop y autor torrencial, canceló su viaje al país, en otro capítulo de la performance en que convirtió su vida. ¿Qué representa su figura hoy?
Muy cerca del Volga, Rusia, en el campo de prisioneros Engels, nuestro personaje, Eduard Limónov, condenado entre 2001 y 2004 por terrorismo, posesión ilegal de armas, e incitación a actividades extremistas, observa los sanitarios que usan los reclusos como él. El diseño funcional y agradable dista del imaginario —y de la realidad más frecuente— sobre la lúgubre arquitectura, en especial de los baños, y cualquier cosa que pueda resultar un poco linda o cómoda, en una cárcel. Y a Limónov —«un gran escritor, y uno de los más importantes de Rusia», como lo define por teléfono otro escritor, Peter Pomeranstev— le recuerdan, porque se le parecen, y él es capaz de establecer esa relación que otros reclusos no, a los artefactos creados por el diseñador francés Philippe Starck. Limónov los había visto en un hotel cinco estrellas, en New York, donde vivió entre 1974 y 1982. De aquella época surgieron sus primeros libros («Soy yo, Edicha», «Memorias de un punk ruso», entre otros). Pero en 2018 él necesita aclarar, por mail: «Ya era escritor a los 15 años, cuando empecé como poeta». Y además decir: «También me detuvieron por cosas pequeñas y fui sentenciado unas 37 veces, por 10, 15 días, algo así». Nadie se lo preguntó: la información está disponible en varios sitios. Él, sin embargo, responde a mis preguntas con otras respuestas; como si corrigiera los interrogantes en su mente.
Eduard Limónov, el hombre que fue soldado voluntario en la República Serbia de Krajina, había acordado asistir al Festival Internacional de Literatura de Buenos Aires. Y fue anunciado como una de las figuras más relevantes; una excéntrica celebridad. Eduard Limónov, el hombre que dice no, el hombre que se desdice, el escritor que me dirá: «Ya no me interesa la literatura, tiré todas las novelas de mi biblioteca hace 30 años»; el político ¿molesto?¿marginal? ¿incorrecto?¿peligroso?¿inofensivo?.
Artista de los cambios, por mail había dicho sí, hagamos la entrevista telefónica antes del viaje y del panel de FILBA; dijo: «Escucharé tu voz el viernes», luego dijo no lo sé, «tengo algunos problemas de salud»; y, al fin, días después, canceló su viaje. Y cambió la entrevista telefónica por el mail; la oralidad por la escritura: «No puedo hablar, Sonia, tengo la lengua hinchada». Ese es el síntoma confesado por quien vive de atizar con su discurso; el orador ácido, el narrador voraz, tiene la lengua enferma, dañada. Cuando la bielorusa Svetlana Aleksiévich ganó el Nobel de Literatura, declaró, como escribió en revista Anfibia el especialista Alejandro González: «No es más que un ama de casa inofensiva que ha recibido el premio. Pasiones verdaderas desataban Bunin, Pasternak, Shólojov y Solzhenitsin. Ya cuando lo obtuvo Brodski no se produjo tanto revuelo». La declaración es literaria, machista, pero casi amable en comparación a otras. Ahora dice no recordar por qué lo dijo: escribe demasiado, no tiene presente cada cosa que ha dicho. Aunque a veces agudas, sus intervenciones pueden ser desmesuradas, violentas. Hace más de 20 años pudo combatir en la materialidad del terreno; con el cuerpo, en la guerra (reiteración: fue por propia voluntad, porque así lo quiso, sin ser militar). ¿Luego solo queda la palabra?
Frecuentó grupos disidentes soviéticos, trabajó como mayordomo durante su exilio en Nueva York, luego fue vagabundo; en sus 14 años de residencia en Francia pasó hambre y se volvió hit literario, obtuvo la residencia y fue, me dice, «muy cercano al gran filósofo de derecha Alain de Benoit».
De vuelta en Rusia es considerado artista original —nadie publicaba novelas así, señalan los críticos–, y un político para algunos peligroso, para otros, inofensivo. ¿Pero qué significa en estos días su actuación política, entre el activismo por la libertad de expresión y sus diatribas contra los inmigrantes? ¿De qué nos habla la figura de Limónov, con su barba chiva a lo Trotsky pero que defiende una mezcla de nacionalismo y comunismo, sobre la Rusia histórica y la actual?
La escena Stark relatada por el escritor francés Emmanuel Carrère en su formidable biografía Limónov, por el cual su protagonista ganó fama —y que ya lleva 16 ediciones solo en español— es gráfica. Limónov es el hombre capaz de urdir la coincidencia estética y escatológica en dos geografías alejadas —Estados Unidos y Rusia; en libertad y en prisión, a décadas de distancia–. Sus peripecias jamás fueron lineales ni previsibles. A Carrère, narrarlas, le llevan casi 400 apretadas y adictivas páginas; y llega hasta 2009. Ese relato le valió al personaje adjetivaciones que corren el riesgo de vaciarse de sentido por reiterativas, y más aún a sus 75 años: punk, polémico, provocador.
En el prefacio de la versión en inglés de «Diario de un perdedor», el traductor Alexei Pavlenko afirma que pertenece a una gran tradición de escritores rusos rebeldes y que, en su caso, «se vuelve más desafiante con la edad». Le pregunto a Limónov qué opina y, cortante, se excusa con un «no leo las críticas». Y cuando le pregunto qué personaje le resulta inspirador contesta: «Los revolucionarios, como aquellos siete que mataron a Alexander II, por ejemplo». En una elogiosa reseña publicada en The Guardian, el inglés Julian Barnes escribió, sobre el libro de Carrère, que el personaje le resultaba inverosímil, y hasta duda, en broma, de su existencia. ¿Qué piensa el biografiado?¿Le gusta el estilo de su biógrafo? «Por supuesto, solo me gusta mi propio estilo literario. Carrère es un escritor francés burgués. Tu pregunta es naive, Sonia». Okey. ¿Y entonces, dado que casi todos lo conocen a través de esa versión, ¿habría algo que quisiera corregir?¿Algo que le gusta especialmente? «En general, el libro consiste en sus fantasías sobre un hombre real, Eduard Limónov. Por eso no hay nada que corregir. Es SU versión». Las mayúsculas son suyas y sí, habla de sí mismo en tercera persona. ¿Y está de acuerdo con el paralelismo establecido por Carrère entre Putin, el presidente de Rusia y él? «En alguno de mis libros sugerí el mismo paralelismo, así que no es una idea de Carrère, es mía». Tampoco, dice, corregiría ninguna de sus publicaciones: porque «no es mi estilo de comportamiento literario. Escribo nuevos libros, nunca releo los viejos». Amaga con negarse a hablar del que escribe hoy: «Porque nunca lo hago», pero por fin anticipa: se llama «Filosofía de la acción política» y es acerca de Jacques Roux, (Seguei) Necháyev, gente de ese tipo».
Batalla contra la hipérbole
A diez minutos a pie desde el turístico y glamoroso café Pushkin se llega al edificio donde vive Limónov en el centro de Moscú. La historia de ese lugar nace del eco simple de creaciones y realidades: un francés, Gilbert Bécaud, compuso «Natalie», una canción sobre un encuentro amoroso allí. El tema se hizo tan famoso que los franceses en viaje a Moscú lo buscaban, creyéndolo real. Pero el bar no existía. Hasta que alguien lo edificó y hoy sí existe gracias al relato mítico del francés. Algo así, pero esquivo, espejado y quebradizo, sucede entre Carrère y Limónov .
El departamento del ruso, cerca de la estación Mayakovski, cuya pequeña plaza exhibe una estatua monumental del poeta, también está próxima a la avenida Tverskaya. Por ella se llega a la Plaza Roja, donde quiso participar, en los 90, de un fallido golpe de Estado contra Borís Yeltsin. Ahora, mientras me escribe, Limónov mira a través de su ventana, apenas a dos metros de la computadora, los amarillos y verdes de las ramas del árbol de lima. Es otoño en su lado del mundo.
¿Podría definirse su figura, en una operación casi lúdica, en clave argentina? Limónov sería prolífico cual César Aira. Bravucón como un Fogwill. De fuerte impronta política como un David Viñas, y también como él, gran seductor (sus tres esposas no fueron solo bellas según los parámetros canónicos impuestos, sino talentosas, aguerridas). Mediático al modo de un Jorge Asís, no solo asiste a programas de TV, sino que además escribe tres artículos por semana («yo también soy periodista», dice) en medios rusos, incluida la versión en ese idioma del estatal Russia Today. Y este dato, desde ya, complejiza la lectura de su relación con el gobierno de Putin: ha sabido estar en protestas en su contra y fue ferviente opositor. Lo detuvieron varias veces por participar, por ejemplo, de las «marchas 31», en favor de la libertad de reunión, derecho señalado en el artículo 31 de la Constitución rusa, y que se realizan los días 31.
El ruso y la época
Alejandro González, premiado traductor y especialista en literatura rusa lo define como «analista extraordinario, despojado y ácido de la realidad rusa, pero también es cierto que se ocupó mucho de crear un personaje». Y cuenta: «Zajar Prilepin, uno de los escritores más leídos en la actualidad, se reconoce discípulo suyo».
Autor de 73 libros —en géneros que van de la autobiografía, a la novela y al ensayo–, su figura permite leer ciertas contradicciones de los últimos cincuenta años de la historia rusa y los avatares de la post Perestroika. Aunque el personaje conlleva el riesgo de replicar ciertos lugares comunes sobre lo ruso construido desde Occidente: lo exagerado, exótico, intenso y trágico. El libro de Carrère empieza con una frase de Putin: «El que quiera restaurar el comunismo no tiene cabeza; el que no lo extrañe no tiene corazón». Cito y él dice: «Es falsa». Aunque así figura en el libro, él corrige: en realidad, «Putin dijo URSS». Limónov reafirma lo que podemos leer en su Libro de las aguas: «Después de 1990 no tuve años de paz». Rusia tampoco.
En aquella década las mafias se convirtieron en una fuerza paraestatal, surgió una nueva clase de megamillonarios, la corrupción invadió todos los planos de la vida social y cotidiana, crecieron los excluidos por la hecatombe económica traída por la apertura y una novedosa cultura corporativa y neoliberal se apropió hasta de los modos de hablar, como describe Peter Pomeranstev en «La nueva Rusia». En ese contexto, precisamente en 1993, Limónov fundó el partido Nacional Bolchevique. Por teléfono, Pomeranstev lo define como «antiliberal, y mitad nazi, mitad estalinista». Según él, «Limónov hizo lo contrario a lo que cualquier sociedad educada piensa que está bien. En la década de 1990 disparó en Srebrenica con el luego presidente y genocida serbio Radovan Karadžić. Volvió a Rusia y fundó el Nacional Bolchevismo. Luego, cuando mucha gente era pro Putin, él fue anti. El juego se vuelve previsible y, francamente, desagradable».
En la Argentina, me confirma, había pedido ir al Museo Evita y otros lugares históricos. «¿Por qué me interesa Perón? Porque el Partido —mi partido— se estableció como derechista e izquierdista, y en los principios de la justicia nacional y social».
Si uno chequea, varios lo sitúan incluso en lo que llaman una «tercera posición». Contradictorio al fin, Limónov se alió al pro Occidente Garry Kaspárov, aun cuando se consideran opuestos. Su frente nacionalista se llama La otra Rusia. La plataforma, publicada en ruso, desarrolla 10 puntos.
Entre otros, aboga por la «tenencia legal de armas para cualquier persona mentalmente sana», la liberación de presos políticos, la nacionalización de «los principales sectores estratégicos de la economía» y terminar con la inmigración indiscriminada. «Soy imperialista, y mucho peor que Putin», me dice: es su definición política más actual. Aunque su fuerza no está inscripta de modo oficial por decisión del gobierno, el 22 de septiembre realizó un congreso partidario. Sacaron dos resoluciones, en días en los que el Parlamento discute subir la edad jubilatoria. «La primera es reemplazar los acuerdos de Minsk por una unión de los países cuyos territorios se mantienen por Ucrania como colonias (que son Polonia, Rusia, Hungría, Rumania, Eslovaquia). En segundo lugar, consideramos que la edad de adultez debe establecerse a los 14 años. A esa edad, los jóvenes deben poder casarse, tener derecho a votar y trabajar. En vez de prolongar la edad de retiro hasta los 65 años, proponemos comenzar la vida adulta mucho antes».
Como si parafraseara a Frank Sinatra, Limónov dice: «Siempre viví mi vida en mi propia manera, sin mirar a los otros. Sobre mi juventud no tengo arrepentimientos». Anda con guardaespaldas desde hace años y dice tener muchos enemigos pero no responde quiénes son. «Incluso quienes hayan leído el texto de Carrère se dan cuenta de que los tengo», dice, elusivo. Su bello «Libro de las aguas» —elogiado por su biógrafo— pronto se publicará en castellano. Allí narra sus vivencias en relación a lagunas, mares, ríos, estanques, océanos. El Atlántico, el Mediterráneo, el Adriático balcánico que recorrió fusil en mano, o el Hudson neoyorquino. Intentó, cuenta, capturar cosas esenciales para él y descubrió que no pudo encontrar más que «guerra y mujeres». El libro, mitad «Diario de Bolivia» del Che, y las «Memorias» de Casanova configura un peculiar aguafuerte sobre el paso del tiempo. Ahora, por mail, recuerda: cinco agentes literarios suyos y tres de sus esposas murieron. Mientras escribía ese hermoso texto, «muy bueno, y simple», en la cárcel de Lefortovo, dice «creía que me darían 14 ó 15 años de sentencia. Por eso es tan lúcido». ¿Cómo hace para lidiar con su ego? «Me saludo a mí mismo frente al espejo». Le cito una entrevista de hace unos años, donde dijo que su generación lo envidiaba por su fama. Le pregunto cuáles son sus desafíos ahora. Y escribe, con su lengua averiada (¿deberíamos creerle?): «Morir decentemente, no destruir mi vida con una muerte inarmónica». La tesis de Peter Pomeranstev es seductora. «Se volvió él mismo una extraña obra de arte». Arrecia el tiempo, y la noción suya que tanto aparece en el libro de Carrère: las convenciones del honor, la dignidad que corroe ante su falta; el ascetismo y el exceso de la intensidad, esa rudeza extrema y guapa de creer que, mejor, morir en la batalla. Aunque no resulte fácil delimitar su terreno.
El escritor ruso, fundador del Partido Nacional Bolchevique, ex presidiario, miliciano bisexual y protagonista de la obra más elogiada de Emmanuel Carrère, se encuentra en España y este viernes firmará ejemplares de El libro de las aguas, en la Feria de Madrid.
Mientras estaba encarcelado acusado de terrorismo y tráfico de armas, en la prisión de Lefortovo, en 2001, Eduard Limónov (76) escribió «El libro de las aguas». El volumen de memorias es para la crítica su mejor obra, dentro de una producción que supera los 50 títulos.
«He tratado de pescar en el océano del tiempo las cosas verdaderamente esenciales para mí y, releídas las cuarenta primeras páginas del manuscrito, no he podido hallar más que mujeres y guerra: he ahí el modesto resumen de mi vida», anota Limónov, en el prólogo de «El libro de las aguas», quien por estos días se encuentra en España. «El agua lleva y se lleva todo; es imposible bañarse dos veces en las mismas aguas», agrega.
El escritor ruso, polémica figura pública, delincuente juvenil, poeta vanguardista underground, disidente soviético en Moscú, miliciano serbio en la Guerra de los Balcanes, opositor a Vladímir Putin y admirador de Stalin, este viernes firmará ejemplares de «El libro de las aguas», en el Parque de El Retiro, en la Feria del Libro de Madrid.
Protagonista de «Limónov» (2011), el libro más célebre del escritor francés Emmanuel Carrère, el fundador del Partido Nacional Bolchevique ofreció entrevistas en España. «No me reconozco en el personaje de Carrère, no soy yo», le dijo al diario La Vanguardia. «Me he hecho más viejo ahora y resulta que la vejez me ofrece otros temas para reflexionar. Siempre me ha gustado meditar tanto como a otra gente le gusta comer carne», señaló al diario El País.
«Es curioso que todos aquellos que parecían tan preocupados porque me diera a la bebida o metiera las narices donde no debía acabaran por caer ellos mismos en el alcoholismo. O destruyéndose por alguna otra vía», escribe el autor en «El libro de las aguas», editado por el sello Fulgencio Pimentel. Emmanuel Carrère ha valorado de manera entusiasta el volumen: «Es un libro inclasificable, el más hermoso a mi juicio».
Ahora en España, el autor de «Un sanatorio disciplinado» comentó que mantiene correspondencia ocasional con Carrère. «Después del libro dedicado a mí, no ha tenido tantos éxitos. Empecé a leer su libro dedicado al apóstol Pablo, «El Reino», y aunque soy un lector muy voraz no pude aguantar más de 250 páginas».
Lucha política
Personaje complejo, Eduard Limónov nació en 1943 en la ciudad industrial rusa de Dzerzhinsk, a unos 800 kilómetros al este de Moscú. Luego se crió con su familia en Ucrania. Siendo un veinteañero emigró a la capital rusa, donde comenzó a escribir «Autorretrato de un bandido en su adolescencia» (1983). Pero primero publicó el poemario «Nosotros somos el héroe nacional» (1977).
El escritor Eduard Limónov, cuya fama creció gracias a la obra que le dedicó Emmanuel Carrère, relata en «El libro de las aguas» sus andanzas amorosas, literarias y militares
«Hagan todo lo posible para cultivar todo aquello que los distinga de los demás». Eso dice Eduard Limónov en «El libro de las aguas». Él ha hecho y ha sido casi todo. Este martes se disponía a bañarse en las aguas del Mediterráneo. No parece nada excepcional para este poeta, novelista, político, periodista, guerrillero, atracador, preso, chapero, mujeriego, fascista, estalinista, punki, dandi, indigente… Pero así cumple, a los 76 años, su vieja promesa de 1972 de tomar el baño allá donde ha podido y le ha llevado su increíble periplo vital.
Tan increíble que cuando Emmanuel Carrère publicó hace seis años su célebre novela «Limónov», que propulsó la popularidad del escritor ruso, muchos lectores pensaron que se trataba de un personaje de ficción. Pero ahí está, sentado frente al mar, flaco, fibroso, tranquilo, risueño pero categórico en sus juicios, sin pudor, con una perilla canosa a lo Lenin, reposando el arroz con mero que acaba de probar recién llegado de Moscú, mientras apura una copa de vino blanco.
«Cada cosa tiene su tiempo, eso es todo. Hay uno para las tetas y los muslos de Maggie, reina de la cocaína, y otro para el fusil de asalto Kalashnikov», apunta en un capítulo del libro editado por Fulgencio Pimentel (y traducido por Tania Mikhelson y Alfonso Martínez Galilea). Lo escribió durante su estancia de más de dos años en prisión, entre 2000 y 2003, acusado de tráfico de armas. Limónov se distancia de lo que decía entonces. «Me he hecho más viejo ahora y resulta que la vejez me ofrece otros temas para reflexionar. Siempre me ha gustado meditar tanto como a otra gente le gusta comer carne», explica.
El libro son fragmentos de su vida a partir de los recuerdos vinculados con el agua: mares, océanos, ríos, saunas, lluvias… Las playas del Pacífico, del Atlántico, de la mediterránea Ostia, donde asesinaron a Pasolini; el Volga, el Danubio, el Pacífico o el Panj, afluente del Amu Daria que hace de frontera entre Afganistán y Tayikistán, desfilan por las páginas de un libro con momentos de lirismo, patetismo y militarismo en el que el protagonista es el autor, un personaje que parece transitar entre el rey y el mendigo.
No en vano, mucho antes de que se pusiera de moda la autoficción en los cenáculos literarios, Limónov ya hacía de su capa un sayo y escribía con un yo más grande que su amado Kalashnikov: «Julio César y Montesquieu ya eran autores de autoficción. No es un invento moderno. Yo me di cuenta de que las autobiografías son interesantes para el lector».
«Muchos opinan que como literato soy muy bueno. Yo también lo creo. Cuando nací lo único que me ofreció mi país fue la literatura. A lo mejor, en otro tiempo, me hubiera convertido en una estrella del rock, no en uno cualquiera, porque siempre he sido muy competitivo», afirma sin inmutarse.
En castellano se han publicado cuatro novelas. «Soy yo, Édichka» (Marbot Ediciones) es la más célebre. La escribió en Nueva York en 1976, fue publicada en París en 1979 y cuando salió en Rusia en 1991 vendió más de un millón de ejemplares. Es un referente sobre todo para los escritores jóvenes rusos. «Sí, eso dicen. Yo no lo sé. Creo que ellos quieren un poco de mi gloria, pero yo no lo hago por dinero y ellos sí. Intentan imitarme pero no lo logran».
Vestido con pantalón vaquero y suéter negro, accede a quitarse este para hacerse fotos con su camiseta blanca, que lleva impreso el rostro del demógrafo Malthus. Pero evita mostrar su tatuaje del hombro que representa una granada de mano, porque está muy delgado y ya no tiene los brazos musculados como antaño.
Limónov se unió a las fuerzas serbobosnias en la Guerra de los Balcanes, a criminales como el líder Radovan Karadzic. «Ahora están todos en La Haya [en el Tribunal Internacional de Justicia], muertos o en prisión», apunta sin abundar más en el tema.
Sí se extiende un poco más cuando se le pregunta cómo se puede ser fascista y comunista al tiempo, y por la ideología del Partido Nacional Bolchevique, que fundó en 1993: «Europa es muy demodé, muy conservadora. Seguís creyendo en los dogmas de la Revolución francesa. Hay muchos ejemplos de partidos de derechas e izquierdas que se mezclan y nosotros fuimos los primeros. En mayo, conocí a los chalecos amarillos [de Francia] y me fui muy contento. Se acabó la lucha de la derecha contra la izquierda. Ahora la lucha es entre el pueblo y las élites».
Férreo adversario hace unos años de Vladímir Putin, el escritor ruso parece haber modulado su juicio, tras la intervención en Ucrania, donde creció, y la anexión de Crimea: «Putin era un playboy como su amigo Berlusconi, pero después se hizo más sabio con la edad y entendió el peso grave del Estado ruso. Es nuestra tierra histórica».
«Después del libro que me dedicó, no ha tenido tantos éxitos»
Eduard Limónov debe la mayor parte su fama fuera de Rusia (también en Francia, aunque en este país ya era un escritor conocido) a la novela de Emmanuel Carrère «Limónov» (Anagrama), que recorría su vida. El autor ruso agradeció al francés la popularidad que le procuró pero poco más. Este martes, Limónov habló de la relación entre ambos: «A veces nos carteamos, pero pocas veces. Después del libro dedicado a mí, no ha tenido tantos éxitos. Empecé a leer su libro dedicado al apóstol Pablo [«El Reino», también en Anagrama] y aunque soy un lector muy voraz no pude aguantar más de 250 páginas. Ahora, que yo sepa, sobre todo hace cine», dijo. Carrère contó en su momento que cuando vio a Limónov pegando tiros junto al líder serbobosnio Radovan Karadzic en un documental de la BBC, dirigido por el hoy reputado cineasta polaco Pawel Pawlikowski («Ida», «Cold War»), tuvo una crisis y no sabía si continuar con la redacción de un libro sobre un personaje que resultaba tan atractivo como siniestro.
Tras varios años persiguiéndolo, Pawlikowski ha desistido de dirigir la adaptación de la novela «Limónov». «La última noticia que tengo es que ya no es el director de la película, aunque la productora sigue con el proyecto», señala el escritor ruso, que tiene dos hijos, en la playa de El Saler, en Valencia.
La elección de esta ciudad para el desembarco del autor, que en su vida de indigente y escritor underground en Nueva York conoció el incipiente movimiento punk (que luego incorporó a su partido) y a Marky Ramone (de los Ramones), obedece a la idea de los editores de Fulgencio Pimentel de que se bañara también en el Mediterráneo español como lo ha hecho en muchos otros sitios, siguiendo la temática de «El libro de las aguas». De hecho, Limónov comentó este martes que visitó Madrid hace muchos años pero apenas lo recuerda.
Los editores tienen previsto ir hoy a un balneario de Castellón para continuar con su plan y luego viajarán a Madrid, donde el viernes presentará su nueva obra en la Feria del Libro junto al periodista de EL PAÍS Manuel Jabois.
Polémico y controvertido, la intensa figura del escritor ruso opaca, en ocasiones, una obra literaria prolija y de gran calidad.
«Creo que utilicé muy bien el tiempo de mi vida. No tenía ninguna oportunidad cuando nací, pero violé mi destino». Un simple vistazo a la nutrida y ecléctica biografía de Eduard Limónov (nacido Eduard Savienko en Dzerzhinsk en 1943), que incluye una juventud de poeta vanguardista y delincuente, un exilio de indigente en Nueva York, el éxito literario en el decadente París undergroud de los 80, su participación como miliciano serbio en la Guerra de los Balcanes y su paso por la cárcel de vuelta en Moscú como disidente político y fundador del postsoviético Partido Nacional Bolchevique; por citar lo más relevante, lo corrobora.
Este currículum hace difícil reconocer al personaje, ese con el que Emmanuel Carrère construyó su más afamada novela, Limónov, Premio Renaudot 2011, en el hombre enjuto, de refinado humor y nada chulesco que comienza la charla con cierto desinterés, algo ensimismado. Ni siquiera parece inmutarse al recordar cómo nació «El libro de las aguas» (Fulgencio Pimentel), estas memorias que escribió entre 2000 y 2003 as su paso por la cárcel para enemigos del Estado de Lefórtovo. «El fiscal había pedido 14 años de régimen especial y yo ya estaba próximo a los 60, por lo que sospechaba que ya no iba a salir. Así que me dediqué a exprimir mis recuerdos escribiendo varios libros a la vez, entre ellos éste, que podría ser algo así como un testamento de mis vivencias». Pronto, la conversación se enciende y el brillo en los ojos de Limónov revela paulatinamente al punki agitador y rebelde que siempre ha estado ahí.
— En el prólogo dice que repasando las primeras páginas «no he podido hallar más que guerra y mujeres», ¿cuánto de impostura hay en sus recuerdos, es todo real?
— Nunca he necesitado inventarme lo que escribo, tengo suficiente con volcar lo que he vivido. Soy consciente de las emociones que despiertan mis libros, pero nunca he escrito para los demás, sino para mí mismo, por lo que, aunque me gusta ser reconocido y leído no quiero gustar a todo el mundo. En este caso, los de las guerras y las mujeres eran los recuerdos que acudieron más vívidos a mi mente. Nikolái Gumiliov (marido de Anna Ajmátova fusilado en 1921 y prohibido en la URSS), que era un poco como el Kipling ruso, tenía un poema sobre un conquistador español perdido en la selva, que a punto de morir se pone a recordar a las mujeres de su vida y las guerras. Un verso dice que su vida fue: «ora mantillas, ora cañones».
— Por encima de todo, del bohemio, del revolucionario, del político… está el escritor, ¿qué le empuja a escribir, de dónde viene el impulso de convertir su vida en material literario?
— Mi manera de narrar es esa, actúo como un mero representante de la especie humana. Como se ha venido demostrando en los últimos años, un gran número de lectores se ha cansado de la ficción, les encantan las biografías, las vidas ilustres de personajes históricos. Pero, ¿si es una vida real, por qué no narrar la de cualquiera? En realidad, da igual si soy yo el protagonista, podría ser cualquier otro. Mi héroe es parecido al turista que se está sacando una foto con una pirámide egipcia al fondo, una persona, un hombre pequeño, con algo grande en el fondo, que es la época que me rodea, sea mi infancia de posguerra o los años 80. Para mí mi figura siempre ha sido algo convencional, no hay nada de delirios de grandeza, ni de especial en mí.
— Entre sus más de 50 libros también hay multitud de poemarios. Ha asegurado que escribir poesía es una actividad casi medieval, una especie de excentricidad en el siglo XXI, ¿por qué sigue siendo fiel a ese vicio, qué le aporta?
— La poesía es simplemente un deseo, una necesidad personal. Es algo que me encanta, y aunque sea consciente y mantenga que es algo anacrónico, medieval, cultivarla me aporta un genuino y puro placer estético.
— Ya era muy famoso en Rusia y conocido en Occidente, pero su figura se hizo viral tras la novela de Carrère sobre su vida, ¿qué se siente al verse convertido en un personaje de otro? ¿Reconoce al Limónov de esa novela?
— Soy una persona suficientemente inteligente como para protestar por algo así. Carrère generalizó y simplificó muchos aspectos de mi vida y los presentó más vulgares y sencillos. En este sentido me reconozco a veces, la mayoría no, pero es cierto que no soy el Limónov de la novela de Carrère. Sin embargo, le estoy agradecido por el libro y por todo el interés que ha provocado, le debo este favor.
Un punki en la política
«El libro de las aguas», quizá el más importante de los muchos volúmenes de memorias de Limónov por las especiales circunstancias en que fue escrito, abarca varias décadas de una trayectoria vital tan rica que parece albergar muchas contradicciones. Por ejemplo, el escritor ha sido adalid del movimiento punk y del anarquismo, a la vez que luchó como militante serbio en la Guerra de los Balcanes, cruda época que relata en el libro. «Yo no veo contradicción, el punk y la guerra me parecen acciones de un mismo tipo. De hecho, cuando en el año 93 creábamos el Partido Nacional Bolchevique, decenas de miles de punks rusos se adhirieron», recuerda.
Y es que además de escritor admirado en su país, Limónov volvió tras el fin de la URSS para liderar un partido que defendía la unión del bolchevismo y el nacionalismo. Una visión que entronca con el actual devenir de la política mundial, donde según el escritor «la lucha política ya no se divide en izquierdas y derechas, sino entre el pueblo y las élites. En el fondo mi partido siempre fue una organización extremista y lo que queda lo sigue siendo. Pero hemos perdido nuestra dotación humana, porque el movimiento punk ha muerto en Rusia», se lamenta. «Aunque también hay nuevos miembros, hace poco entregué unos carnets del partido a gente nacida ya en el año 2000», dice entre divertido e impresionado, pero es realista, pues sabe que «los partidos de este tipo no ganan las elecciones. Si toman el poder será por azar, durante alguna revolución ni siquiera hecha por ellos».
— Estamos acostumbrados a la visión de Rusia que se tiene en Europa, muchas veces distorsionada, pero ¿cómo se ve Europa Occidental desde Rusia?
— No puedo contestar por toda Rusia, claro, pero personalmente veía Europa hace pocos años como un continente moribundo y sin futuro. Me parecía que Oswald Spengler estaba en lo cierto con su libro «La decadencia de Occidente». Pero desde hace un par de años he vuelto a viajar y he visto a la gente dispuesta a resistir contra la invasión pacífica de Europa por los bárbaros. A mí eso me llena de alegría. Como dice el himno de Ucrania, en este caso aplicado a Europa, todavía no está muerta.
— De hecho, hace poco estuvo en Francia, ¿qué opina del auge de los populismos en Europa y del movimiento de los chalecos amarillos?
— Todos los países europeos han tenido en mayor o menor medida un pasado fascista, y esta involución hacia la ultraderecha puede ser importante, pero en el fondo tampoco ganan tantos votos. Creo que este fenómeno durará hasta que la gente se dé cuenta de cuenta de su propio poder, de sus propias capacidades para cambiar las cosas. La fuerza real ahora está fuera de la política, son masas de gente rebelándose como sucede ahora en Rusia en ciudades como Ekaterimburgo o Arcángel. En la primera, los vecinos se juntaron para no dejar construir una nueva iglesia ortodoxa en el lugar de un parque, y triunfaron. En Arcángel la gente está muy enfadad porque quieren construir un enorme vertedero y todavía están protestando. Y es algo realmente importante, ahí es donde está ahora la fuerza social, en un lugar ajeno a la política. Fenómenos similares al de los chalecos amarillos. La gente exige respeto, exige que los escuchen, y los políticos ya no pueden ofrecer nada, solo unos dogmas antiguos que ya no sirven para nada.
Una Europa sin Este ni Oeste
— Pone de ejemplo a Rusia, ¿cree que sigue existiendo una brecha entre Este y Oeste a nivel, social y político, somos desconocidos?
— Ambas Europas, Este y Oeste son ahora comparables en su nivel de idiotez. Pero más allá de esto, creo que la brecha ya es otra. Hungría, Polonia, los países bálticos, pero también Italia y Austria son, antes que nada, herederos del eje nazi. Siempre he pensado que estos países serán los primeros en recorrer de nuevo el camino del nazismo, y ya hace muchos años escribí que el racismo sería la ideología del futuro. No es algo que me guste, simplemente preveo este giro, hacia el autoritarismo y el racismo, algo en lo que Rusia, que siempre ha sido un país muy reaccionario y conservador, está en la vanguardia.
— Hablando de predicciones, usted, que se crió en la ciudad hoy ucraniana de Járkov, ya en los 90 anticipó el conflicto actual de Ucrania, ¿qué ocurre realmente y cuál es la solución?
— Ucrania era hasta hace nada un pequeño imperio dentro de Europa y debe renunciar a esas ambiciones imperialistas. Occidente no ha comprendido la realidad del asunto. El ejército soviético fue añadiendo territorios a las 9 regiones alrededor de Kiev que hablan ucraniano, algunas con el Pacto Ribbentrop-Mólotov, otras presionando Stalin a Polonia y a Rumanía. Hoy en Ucrania hay unos 150.000 rumanos, hay húngaros, hay polacos, pero históricamente Ucrania no tiene el derecho de controlar a esa gente. Simplemente es un país artificial que ahora se está deshaciendo.
— Es un icono en la resistencia contra Putin, pero parece que el tiempo ha suavizado su postura, ¿qué opina hoy del presidente ruso?
— No ha cambiado mi opinión de Putin, lo que pasa es que no hemos podido sacarlo del Kremlin. El hombre se ha aferrado al poder y qué le vamos a hacer. Aunque, no podemos hacer la vista gorda con ciertas cosas, como la policía entrando en las casas de nuestros miembros del partido. Igual que yo me he hecho más inteligente con la edad, Putin, que era un playboy amigo de Berlusconi, también se ha hecho más sabio y ha entendido un poco mejor el Estado ruso. Sin embargo, no deja de ser el presidente de las élites, de los ricos, algo notorio para todos los rusos. Lo que hace cuando hace cosas cuerdas es, antes que nada, para contentar a la gente y crearse una buena opinión histórica hacia el futuro. Porque hay algo que debemos tener presente, Putin ha dejado de satisfacer a Rusia, porque el ciudadano medio quiere ahora mismo un poder más radical, más imperialista, con más ambición. Putin ya no es suficiente.
«No me reconozco», dijo sobre la novela que lo retrató y le dio fama mundial. Y cerró: «Mis libros son mejores».
A los 76 años, el escritor ruso Eduard Limónov está de vuelta y critica a su biógrafo francés Emmanuel Carrère, que le dedicó un brillante retrato. «Ofreció su visión de mí, una obra inspirada en mí, pero no soy yo, no me reconozco», dijo en una entrevista con el diario español La Vanguardia. Y arremetió:
«Aunque le estoy agradecido porque lo hiciera. Tengo otros amigos que decían que iban a escribir un libro sobre mí, pero no lo hicieron… Carrère, además, es muy diferente a mí, él es un representante de la burguesía francesa, y yo no».
Ensayista, novelista, agitador cultural, activista político y exmilitar (peleó del lado de los serbios en la sangrienta Guerra de los Balcanes), exvagabundo y exmayordomo en Nueva York, Limónov se transformó en un personaje pintoresco, peligroso y a la vez valorado. Renovador de la literatura rusa e intelectual reconocido en la París de los años 80, así como convicto en la Rusia de Vladimir Putin —entre 2001 y 2004— acusado por «terrorismo». Su fama global llegó, justamente, con la novela de no ficción que el autor francés le dedicó en 2011: «Limónov».
Con más de 30 títulos publicados, el escritor y activista ahora presentó en España El libro de las aguas, un relato de sus extravagantes aventuras escrito en 2002, mientras estaba encarcelado. En ese contexto, el diálogo con el periodista Salvador Enguix. Dijo:
«Mis libros son mejores que los de Carrère (risas); además, su libro es una recopilación de los míos. He escrito decenas de obras y muchos de mis libros no son autobiografía, son meditaciones y ensayos, de los que estoy muy orgulloso. Pero por desgracia no tienen tanta repercusión. Hay gente que se esfuerza en etiquetarme, pero en mi vida, a pesar de estar biografiada, no hice nada especial, sólo tomaba la oportunidad cuando aparecía. A la mayor parte de la gente le dan miedo las oportunidades, y yo me lanzaba a buscar esa suerte, eso explica la vida que he tenido».
Enemigo declarado de Putin, también señala que en la Rusia actual no existe una sola autoridad y que cada policía decide por si mismo.
«Es un error pensar ahora que Putin es quien ordena todas las persecuciones, porque se ordenan desde varios lugares. Putin ahora no es lo peor de Rusia»,
cuestionó a su antiguo adversario.
A pesar de haber sido nacionalista y bolchevique —de hecho, fundó un partido político con esa orientación en 1993, en el marco del caos económico que azotaba a la Rusia post Unión Soviética—, hoy, advierte:
«Europa se está aproximando al fascismo y lo más curioso es que los primeros países que lo están abrazando son los que lucharon contra el fascismo en los años 30. De hecho, todos los países europeos tuvieron un pasado fascista, y ahora lo único que está pasando es un proceso de involución grave en Europa. Nosotros en Rusia, en cambio, siempre hemos sido un país autoritario, y ahora esa Rusia autoritaria lidera a parte de los países que abrazan el autoritarismo».
Un nostálgico del imperialismo soviético • Elena Hevia
Reconvertido en personaje por Carrère, el legendario autor pasea su fascismo chulesco por Madrid. El escritor y político publica «El libro de las aguas», otro volumen de memorias que escribió en la cárcel.
Ir al encuentro de un personaje como Eduard Limónov da un poco de miedito, la verdad. Se podría decir que es como mirar a los ojos y hacerle preguntas a Charles Manson o al mismísimo Belzebú; aunque Limónov, sí, él en persona, calculadamente no mira a su interlocutora hasta bien avanzada la difícil conversación.
La cita es en el Retiro madrileño, en la Feria del Libro, ante la estupefacción de los visitantes que no acaban de creerse que el ruso, el legendario personaje de la novela factual de Emmanuel Carrère, sea alguien de carne y hueso. Con elegante atildamiento, anillos en las manos y una perilla romántica como de Trotsky recién salido de la dacha, Limónov luce a sus 76 años igual de irreductible que hace 20, cuando Putin lo mandó a la cárcel. Allí escribió el texto que ha venido a presentar, El libro de las aguas (Fulgencio Pimentel), nueva reescritura de su vida, en la que hay, adivinen, mucho misticismo heroico, delirios de grandeza asumidos y frases que se clavan en la mente como disparos. Resumir su vida como «fusiles y semen en los orificios de mis hembras amadas» es la más suave.
Lo de Belzebú podría parecer una exageración. Pero si se tiene en cuenta que la bandera del partido que este escritor y político fundó al regresar a Rusia, el Partido Nacional Bolchevique (PNB), es la enseña nazi con una hoz y un martillo en lugar de la cruz gamada, y que formó parte de patrullas de francotiradores a las órdenes de Radovan Karadzic, la cosa no suena tan descabellada.
En sus múltiples reencarnaciones fue chico de la calle en la Rusia postestalinista, se codeó con Andy Warhol y con la escena punk del CBGB en Nueva York y sobrevivió allí como chapero de afroamericanos inmensos (aunque se las da de Don Juan otoñal, Limónov siempre ha gozado de lo mejor de ambos mundos), además de escritor de culto a lo Henry Miller y líder fascista ya en su país, tras el desmantelamiento soviético.
«No quería envejecer tranquilamente en Francia y me parecía que la vida en Rusia iba a ser más interesante».
Su llegada fue la del hijo pródigo: más de cuatro millones de libros vendidos.
Decir de él que es un nostálgico del estalinismo de puño de hierro no acaba de definirlo. Hay cosas que no cuadran: como por ejemplo que Elena Bonner, la viuda de Andréi Sajarov —¡el disidente, el premio Nobel de la Paz, la conciencia moral de Rusia!— dijera que era un tipo estupendo. Por su parte, Joseph Brodsky lo tildó de «bicharraco pornógrafo», en atención a sus amores eléctricos —intentó suicidarse por algunos— y a sus opiniones explosivas. Y es que Limónov tuvo un apellido real del que nadie se acuerda. Su seudónimo procede de la palabra rusa Limonka, como el diario que fundó ahora prohibido, y que quiere decir granada de mano.
Quizá todo este caos vital tenga un origen. Cuando Limónov tenía 5 años, sufrió una otitis y su madre lo llevó a rastras al médico porque el niño ya era dificilillo. Al atravesar unas vías de tren, la mujer, prudente, se detuvo y le obligó a detenerse, pero el pequeño creyó que iba arrojarlo a la locomotora. Si se le recuerda esa historia resopla y añade que no tiene la menor intención de sentarse en el diván del psicoanalista. «Mi infancia fue feliz». A los 15 años ya simultaneaba la escritura de poesía con atracos en las tiendas.
Aunque se ha pasado la vida hablando de sí mismo, quiere dejar claro que nadie más que él puede hacerlo.
«Del libro de Carrère leí solo dos capítulos y ahí me detuve porque él no había entendido nada».
Su enorme ego no puede aceptar que hoy sea reconocido en el mundo gracias a las cualidades literarias del autor francés, a quien un día le dijo:
«Te quiero mucho, pero si tuviera poder te haría fusilar».
Bueno, esa es la versión de Carrère. Según Limónov es pura invención:
«Lo único que intenta Carrère es impresionar al lector».
Impresionar y provocar son dos verbos que sabe conjugar.
«Jamás he querido provocar al lector. Es más, me importa un bledo el lector. Solo los que no son idiotas me comprenderán».
PUTIN, ESE DEBILUCHO / Sus posiciones respecto a Putin se han ido transformando a medida que el líder soviético —asegura— se ha ido haciendo más autoritario. Vamos, que para él Putin era un debilucho que con los años ha ido ganando una cierta energía política. No en vano, Limónov se ofreció a la FSB (ex-KGB) para hacer por ellos aquello que la policía no se atrevía. «Intentamos en Kazajistán lo que años más tarde haría Rusia en Crimea. Creo que el Estado ruso aprendió mucho de nuestro partido».
Ni siquiera se molesta en reivindicar su europeísmo:
«Somos 600 millones de europeos, pero Europa nunca nos ha tenido en cuenta. Demasiado marginales demasiado apocados y retrógrados. Rusia es una nación compleja con problemas de hambruna y un clima muy severo, así que el Gobierno tiene que ser también muy duro».
Una dureza que aplica también a la pregunta de si está al tanto de los problemas de encaje de Cataluña en España. Lo está. Sus ojillos adquieren un brillo burlón en el único momento de la entrevista en el que ríe:
«El día que se proclamó la independencia tenían que haber tomado el poder sin esperar más. Puigdemont tuvo miedo. Puigdemont fue un gallina. Si me pregunta de qué lado estoy, le diré que del lado de quien resulte triunfador».
Escritor de éxito, fascista, comunista, opositor de Putin, vagabundo, mayordomo: todas las facetas del verdadero Eduard Limónov llegan narradas por él mismo en «El libro del agua», una biografía que escribió en la cárcel. «No soy simpatizante de las mujeres por la simple razón de que no soy una de ellas. Es imposible que lo sea y ese tema me importa muy poco».
Eduard Limónov (Rusia, 1943) espera al sol en una terraza del parque del Retiro. No ha desaprovechado ni un solo rayo desde que llegó a España porque las diecinueve horas de oscuridad diarias del invierno en su país se le han hecho insoportables. Quizá sea el acto reflejo de quien pensó que iba a morir en una celda, la misma que vio nacer «El libro de las aguas» (Fulgencio Pimentel) en 2002 y que ahora le lleva de gira para divertirse a costa de los periodistas que asisten como moscas a su encuentro.
A veces la diversión es mutua y otras se torna en un ejercicio imposible de diálogo, que el escritor y político —bilingüe— insiste en que sea en ruso con la ayuda de una intérprete. Sus raquíticos brazos lucen un moreno tostado y dejan al descubierto un tatuaje que los primeros días se esforzaba por esconder: una granada de mano, en ruso limonka, como el título del diario fascista que fundó en 1991 y que le proporcionó su seudónimo.
Al fin y al cabo, la guerra es el pilar de sus memorias junto a las mujeres. Limónov se enroló en diversas contiendas de los Balcanes, siempre del lado de los serbios, a los 48 años. «Cada cosa tiene su tiempo, eso es todo. Hay uno para las tetas y los muslos de Maggie, reina de la cocaína, y otro para el fusil de asalto Kalashnikov», escribe en «El libro de las aguas».
Sexo y violencia. «Fusiles y semen», en sus propias palabras. Una dualidad que se antoja arcaica para definir a un hombre cuya biografía no entiende de tabúes. Pero él tampoco la rechaza.
«No se trata de mi ideal de hombre, sino de que estaba encarcelado y el fiscal había pedido para mí 14 años de régimen especial. Como tenía 59 años, pensé que ya no saldría de la celda y empecé a recordar los episodios más vívidos e interesantes de mi vida: resultaron ser aquellos relacionados con guerras y con mujeres», resume con la mirada perdida.
Ingresó en prisión después de que el Gobierno de Putin le acusase de terrorismo y de tráfico de armas. Pero ya estaba en el punto de mira desde que regresó a Rusia tras la disolución de la URSS y creó el Partido Nacional Bolchevique, que predicaba una ideología fascista y comunista —de hecho, su emblema era la hoz y el martillo sobre el fondo de la cruz gamada de los nazis— y fue prohibido en 2007 contando con más de 70.000 militantes entre sus filas.
«En Europa soy como una atracción de feria. Me vienen a ver como si fuera una rareza y no se sorprenden con nada de lo que digo. Soy una diversión sin más y en el fondo no me toman en serio, pero soy un profeta», dice quien se jacta de haber presagiado las guerras balcánicas en un poema dedicado a Sarajevo. «Me da igual lo que opinen de mí aquí. Soy como aquellos profetas de la Antigüedad a los que nadie escuchaba, y tengo la obligación de decir lo que pienso».
No podía resistir la tentación: la atracción que ejercían sobre mí era así de poderosa. Yo había nacido para la guerra y la revolución, pero una y otra se resistían a estallar, así que decidí arrojarme de cabeza a todas las guerras y revoluciones, con cuarenta y ocho años cumplidos, como un creyente que trata de alcanzar su paraíso.
— El libro de las aguas
El autor contesta desapasionadamente y sin quitarle el ojo de encima a un acordeonista que le sonríe desconociendo su verdadera identidad. Esa era la reacción mayoritaria al escuchar el nombre de «Limónov» hasta que apareció la novela homónima de Emmanuel Carrère en 2012. El francés tuvo que prometer en la contraportada que su personaje era real y que él mismo lo había conocido.
Gracias a aquella galardonada novela, la existencia del ruso se convirtió en el centro del debate literario en todo el mundo. Pero ¿por qué dejar que le narren pudiendo hacerlo él mismo? «Tienes a la vista, lector, un libro de memorias original», advierte en el prólogo sin escatimar en comparaciones. «El resultado es una mezcla entre el «Diario de Bolivia» del Che Guevara y las «Memorias» de Casanova», asegura sin pizca de humildad.
De hecho, no le hace especial ilusión que le mencionen a su biógrafo francés: «Del libro de Carrère reconozco el apellido. Sí, es el mío. Para él fui solo un personaje, pero yo también soy escritor y, por cierto, bastante mejor que él», zanja con rotundidad.
Pero, de pronto, interrumpe a la traductora para añadir que le está «muy agradecido». Ni al mayor pecador le gusta pasar por ingrato, e incluso él sabe que está tomando el sol en el Retiro debido a aquel best-seller. Pero en algo sí que tiene razón: su texto es bastante mejor que el de Carrère.
Por encima de los sentimientos «filisteos»
«El libro de las aguas» se divide sin seguir un orden cronológico según los mares, termas, ríos y fuentes que han marcado su existir. Desde el lujoso Mediterráneo que baña Niza hasta la sucia playa de Ostia donde asesinaron a Pasolini. Del Mar Negro al Mar Blanco y de vuelta al Negro, que le demostró que «la naturaleza es capaz de poner firme a cualquiera».
Desde la fuente de los Jardines de Luxemburgo en París, donde gozó del mayor reconocimiento literario, hasta la fuente de la Quinta Avenida, que bañó sus pies mugrientos mientras era vagabundo en la ciudad de Nueva York. Del Danubio al Hudson al Tíber y al Volga.
Eduard Limónov eligió el agua como elemento en la prisión militar para enemigos del Estado de Moscú precisamente por esas ansias de libertad que solo se sienten entre rejas. Y, aunque no se atisba en su libro ni un ápice de rencor, al salir de la cárcel se convirtió en un férreo opositor a Putin. Sin embargo, desde hace 20 años su opinión sobre el presidente ruso se ha suavizado debido a su radicalización.
«No he desarrollado rencor hacia otras personas porque mi propia biografía me importa muy poco. Para mí lo importante son mis creencias políticas. El rencor es un sentimiento filisteo», explica el autor. Un adjetivo que usará a menudo a lo largo de la charla y que representa muy bien ese sentimiento de superioridad de quien se sabe más vividor que la media. Putin es filisteo, Europa es filistea y los lectores que no entienden su humor, sus contradicciones y sus vivencias son también filisteos.
«La gente aquí prefiere no pensar en lo desagradable, quiere pensar en que el progreso continuará sin conflictos, pero hay que darse cuenta de que 7.000 millones de personas en el mundo es demasiado. Tenemos una sobrepoblación muy grande y vamos a tener que solucionarlo de alguna forma», dice sin animarse a pronunciar sus propuestas.
Una vez llegó a decir que no descartaba las «deportaciones masivas de Europa», pero evade la pregunta citando al filósofo ruso Lev Gumilev y a sus «estados quiméricos». Es decir, una «simbiosis utópica con la población del país anfitrión» debido a la «limitada capacidad de adaptación de los recién llegados». Su explicación se basa simplemente en que «son civilizaciones muy contradictorias, casi opuestas».
El «cazador» cazado
Aunque afirma que «El libro del agua» tiene aspiraciones pacíficas y que Europa hace bien evitando las guerras, a diferencia del carácter guerrillero de su país «porque los rusos son más masculinos en ese aspecto y más retrógrados», sí que atisba una guerra de sexos. Pero, al parecer, tampoco tiene muchas ganas de incidir en el tema.
En el epílogo afirma que estuvo a punto de escribir un libro titulado A la caza de la puta joven, un plan que desechó al conocer a una de sus últimas amantes, Nastia Lysogor, militante del PNB. «Las mujeres difíciles nunca me han dado miedo, las escogía adrede», cuenta al final de las memorias. Pero ninguna de esas relaciones le sirvió para simpatizar con la causa feminista, la cual considera que ha desatado «demasiado remordimiento».
«No soy simpatizante de las mujeres por la simple razón de que no soy una de ellas. Es imposible que lo sea. Eso me importa muy poco, lo que me preocupa es que existe una guerra en Donbass y tenemos a gente que se arriesga y que muere», concluye dando a entender que no pretende regresar a sus polémicas declaraciones sobre la igualdad.
Lo bueno de escribir en la cárcel es que Eduard Limónov no censuró ninguno de los episodios de su vida que a viva voz niega o desdeña. Ya sea a través de sus relaciones sexuales con un trabajador negro del Bronx o de la enfermiza pasión que sentía cada vez que empuñaba una ametralladora —y que retrató el cineasta Pawel Pawlikowski para un documental de la BBC—, Limónov es más él sobre el papel que en carne y hueso. Y, por muy desesperante que resulte, esta no es más que una de sus muchas adictivas contradicciones.
A lo largo de la entrevista, Limónov no me mira a los ojos en ningún momento.
Me acerco a la barra del bar y pido un chupito de tequila. El camarero observa mi temblor. «¿Estás bien? ¿Qué tienes, una entrevista de trabajo?». Sabiendo que ninguna frase puede explicar del todo a lo que me voy a enfrentar, murmuro algo así como que voy a entrevistar a un escritor, o más bien a un personaje, que además escribe, que me fascina. El camarero me mira con sorna. Primer momento de ridículo, de sentirme una idiota. «Pero no te preocupes, mujer, que si es tan de puta madre seguro que es un tío guay. No tengas miedo», me dice. ¿Un tío guay? Siento que me acerco a pasitos cortos a esa brecha que separa el personaje que amamos en la distancia de la persona que realmente es. Para relajarme, imagino sus vísceras, las tripas de Limónov, borboteando como las de cualquier otro, en la oscuridad del cuerpo.
Estoy en el local contiguo al edificio en el que, en un ático soleado, Eduard Limónov espera bebiendo vino, charlando con su editor (César Sánchez, de la editorial Fulgencio Pimentel) y la traductora (Tania Mikhelson, una niña prodigio de la traducción). Eduard Limónov, de nacimiento Eduard Savienko, hijo del proletariado ruso, adolescente gamberro, confeccionador de pantalones, poeta, novelista, político, mujeriego, sufriente por amor y causa de sufrimiento por amor, exiliado de la URSS, ocasionalmente gay entre los arbustos de Central Park, estalinista, punk, esteta, homeless, mayordomo de un millonario, personaje estrambótico de la vida cultural parisina de los 80, activista político, militar en el bando de los serbios, miembro de la resistencia contra el régimen de Putin, fundador del Partido Nacional Bolchevique, condenado a prisión y mundialmente conocido a raíz, sobre todo, de la biografía novelada que Emmanuel Carrére escribió sobre él, bebe vino y come productos riojanos a pocos metros de mí.
Sólo tengo que llamar al telefonillo, subirme al ascensor. Ha venido a España a presentar El libro de las aguas , publicado por la editorial Fulgencio Pimentel, unas memorias hermosas a más no poder, desgarradoras, intensas como sólo pueden serlo unos textos escritos en la cárcel por alguien que piensa que pasará 14 años en una celda — finalmente fueron 2-, unos relatos de aventuras que toman como hilo conductor las aguas que bañaron su cuerpo y su alma, y que hablan, sobre todo, de guerra y amor. Llamo al telefonillo.
Nadie lo ha mencionado en las diversas entrevistas y artículos que han ido saliendo estos días, pero es evidente, y al principio, sin poder evitarlo, se me encoge el corazón: Limónov, en nuestras cabezas, es indestructible, pero en la realidad, el tiempo ha pasado por su cuerpo: tiene unos 76 años frágiles, los brazos delgados — asoma de vez en cuando su limonka, el tatuaje de la granada de mano en el brazo, algo marchita— aunque la elegancia sigue intacta. Pelo y barba enteramente blancos, ojos impenetrables. Me estrecha la mano, se sienta. Y entonces, como un gas que se va expandiendo hasta intoxicar a todo un pueblo, siento cómo su mirada se nubla y lo envuelve un halo de autismo.
A lo largo de la entrevista, Limónov no me mira a los ojos en ningún momento. A lo largo de la entrevista, responde en voz queda, inaudible, a veces moviendo sólo los labios, para desesperación de la traductora y angustia mía. A lo largo de la entrevista, sonríe sólo una vez. Le pregunto algo y él responde desganado, cada vez más lleno de furia, cosas que no tienen que ver con mis preguntas. Hay dos veces en las que estoy a punto de irme. Él está a punto de irse todo el rato. De «El libro de las aguas» dice: «Es un éxito, uno de los mejores libros que escribí. Tenía que escribirlo y lo escribí». Silencio.
Le cuento que a veces tengo el capricho obsceno de la cárcel como retiro literario, que me escribo con dos presas de la cárcel, que las dos escriben, y que lo hacen cada vez más, casi compulsivamente. Noto en sus ojos un interés que se apaga casi inmediatamente. Parece que va a hablar. La traductora y yo mantenemos nuestras sonrisas congeladas. Limónov habla: «Escribí este libro en una cárcel de régimen especial para los enemigos de estado. La cárcel es una experiencia muy buena en muchos sentidos. No veo nada horrible en la cárcel. Es un lugar maravilloso para escribir libros: nadie te molesta, sientes mejor la profundidad de la vida estando encarcelado. Cualquier situación extrema, como por ejemplo la guerra, la cárcel o la emigración, es una prueba en la que la persona muestra todas sus cualidades, y a veces eso lleva a la gente a sacar fuera lo más interesante de sí misma. En la vida normal, en cambio, cuesta mostrar algo específico, la intensidad se pierde».
Vuelve a caer en un mutismo enfurruñado. Se mira incesantemente los dedos, los anillos: un trilobites negro, un grueso anillo de plata con la efigie de Mussolini. ¿Quién es ahora Limónov? ¿Qué hace? ¿Cómo es su casa? ¿Qué lee? ¿Escribe? ¿Por qué ese trilobites en el anillo? Quisiera saberlo todo, pero él corta las preguntas con un machetazo: «Mi vida ahora es horrible. Vivo como puedo. Pero mi vida ahora no importa. Me interesa más bien poco. A veces me cansa mi propia existencia, no me apetece demasiado pensar en ella. Me interesan las cosas del mundo exterior». Las palabras quedan suspendidas. Veo que se quiere ir. Le pregunto si se quiere ir. Ni siquiera me responde, sigue mirando al vacío.
Cuando comento que en este libro habla de agua, de guerra y de amor y sexo, salta ofendido: «¡Eso no es así! Yo no hablo de sexo; hablo de relaciones. De hecho, odio el sexo». Nos quedamos en suspenso. Sí, comprendo, yo también, después de leer «El libro de las aguas», siento cierto agotamiento físico, un asco hacia todo ese trajín que conllevan las relaciones humanas: animales apareándose, buscando poseerse, sufriendo. Realmente, lo único que quiero decirle es: «¿Estás cansado, verdad? Yo también estoy bastante cansada». Y quedarme en silencio, como él, mirando al infinito. De pronto añade: «Nunca he forzado a nadie a amarme».
Me pregunto, y le pregunto, si él, este sabio que ha satisfecho sus ambiciones, que ha vivido tanto, ha conseguido al fin la calma, y me doy cuenta de que en realidad eso es lo único que me importa en esta entrevista: saber si el personaje está en paz, saber si ha descubierto que se puede estar bien en la nada más absoluta. Me mira enfurecido (pero al menos me mira) y, en un susurro feroz, me larga: «La entrevista como género es un intento de desenmascarar a una persona, de conseguir una supuesta verdad oculta, quitando todas las máscaras de un personaje, y eso es algo que no funciona con personas inteligentes. Freud se equivocaba pensando que se podían analizar todas las cosas, el origen de un libro. Los libros se escriben de forma azarosa, por casualidad, y los libros importantes que quedan en la historia son los libros que por casualidad ha descubierto algo. La única forma de valorar un libro es saber si ha descubierto algo importante. Un libro fracasado es un libro que no trae nada nuevo. Espero que tengas claro eso». Resulta casi amenazante.
De pronto sube el tono de voz, como si algo se alborotara en su interior, como si me reprendiese a mí por algo que le ha dicho otro: «¡No sé, son simples recuerdos de mi vida! ¡No hace falta buscar nada entre líneas! Creo que es un buen libro. Tenía que escribirlo, lo escribí, y lo hice bien».
Quiero imaginármelo en Rusia, en su casa. ¿Qué piensa, qué hace? ¿Es posible que esté quieta una persona que nunca ha estado quieta? Lo imagino leyendo un libro. ¿Ha visto la serie Chernóbil? Suspira. «No, no he visto Chernóbil. En cuanto a los libros y la ficción… Cada vez me interesa la ficción menos y menos. Los personajes inventados carecen de interés, y cada vez más los lectores prefieren las biografías de personas, la realidad, los críticos, todos se van dando cuenta». Se recoloca de nuevo los anillos. Murmura algo. «Me gusta Stevenson. La isla del tesoro. Ese es el mejor libro».
Imagino al pequeño Edichka sentado en una escalinata de Jarkov, la ciudad en la que se crió, pasando las páginas de la novela de Stevenson, rechinando los dientes ante el ansia de vivir aventuras más feroces que esas, sustituyendo el ron del Capitán Flint por vodka hecho gelatina por efecto de la congelación. Ahora, tras superar con creces las aventuras de Jim Hawkins, tras vivir y bañarse en aguas de cientos de lugares, Limónov está asentado en su Rusia natal, y habla claro con respecto al país: «Lo que me une a Rusia es que es mi país. Nada más. Siento que debo vivir allí. Es un país frío, oscuro y reaccionario. Sólo trato de entender, de analizar mi país, no vivo allí por una cuestión de placer, o por que esté a gusto allí».
Cuando le pregunto por Putin, su adversario hasta hace unos años, exclama: «¡Deja de preguntarme por Putin!». Bufa, exasperado. Siento que, como en una operación sin anestesia, necesito que alguien me dé un trapo para morder antes de poder seguir con la entrevista. Me dan ganas de decirle: «Eduard, Limónov, pequeño-gran Savienko, yo me leí tu «Soy yo, Edichka», dejé todo y me fui a vivir a un coche en un bosque helado del norte de California, trabajando 14 horas al día en las plantaciones de marihuana en una tienda de campaña militar heladora, y vi a un oso, y el oso me miró a los ojos, y mi único alivio diario era coger un quad y correr con él por los bosques hasta llegar a un claro donde poder abrir tu libro y leerlo de nuevo, y sentirme acompañada en la soledad y el peligro. Eh, joder, mírame a los ojos: yo también he amado a mujeres y hombres desesperadamente y he sufrido, y he vivido sola en una choza sin agua y he despellejado un jabalí con mis propias manos entre arcadas, y luego lo he despiezado completo, y quiero saber qué cojones pasa, cuándo se agota esta fuerza animal, cuándo el amor y el sexo se agotan, porque quizás esté deseando que suceda, y por eso deseo que al fin llegue esa paz, y deseo que me digas que esa paz existe». Pero no digo nada de todo eso. Le pregunto, en cambio, por la meditación, como agarrándome a un clavo ardiendo.
Sí, sí, quiero saber si vivió más momentos como el que se relata en la biografía que Carrére escribió — Limónov lavaba la pecera de uno de los directivos de la cárcel y de pronto vivió una iluminación, un momento en el que todo se detuvo y nada importaba— y entonces él me mira con desprecio: «¿Meditación? Eso es una mierda que se inventó Carrére. Carrére es un niño burgués que se ha imaginado cosas. ¿De verdad creéis que me acuerdo tan bien de todo lo que he escrito? ¿De verdad me veías en la cama de la cárcel en la postura del loto?». Lo dice con desprecio, sin dejar de mirar al vacío. «No me acuerdo de las cosas que he escrito. Una vez llegué a una revista para la que escribo cada semana, les entregué un texto sobre los juzgados rusos y la editora vio el texto, pero me dijo: ¡Pero Eduard, nos mandó ese mismo artículo hace un mes! Le di la razón. Así que no sé cómo pretendéis que me acuerde de todo lo que he escrito».
Le pregunto sobre la violencia, sobre la muerte, sobre si cree que la pulsión de lucha y muerte en el ser humano es inevitable. Gruñe algo en ruso. Ni siquiera la traductora es capaz de descifrarlo. Ya casi no me atrevo a hablar. Musito tímidamente una pregunta sobre los personajes. ¿Quiénes, de todos estos seres amados que ahora yo también amo, permanecen con más fuerza en su memoria? Mirando al vacío, responde: «No pienso nunca en los personajes del libro, nunca pienso en esas personas que conocí. La idea que tengo de ellos va cambiando, yo también voy cambiando. Me he reencontrado con algunos de ellos. Con Yelena, que fue mi mujer, con la que emigré de Rusia a Estados Unidos, me encontré el año pasado, y fue espantoso. Odio reencontrarme a gente de mi pasado. Me pasa lo mismo con las ciudades de mi pasado No me apetece volver a pisarlas», dice con desprecio.
De pronto, cuando estoy a punto formular otra pregunta, Limónov se levanta y entra en la casa. Quedamos solas en la terraza la traductora y yo. Ella se deshace en disculpas, e intenta, como lleva intentando durante toda la entrevista, salvar la situación. Miro hacia dentro. Eduard Limónov — Edichka, el adolescente Savienko, el escritor ruso que follaba con negros en el parque, el hombre destrozado por amor, el dirigente del partido todos ellos dentro de él — da vueltas por el salón de la casa como un animal enjaulado. Estoy al borde del colapso, pero sonrío, en una mueca congelada, llena de terror. Empiezo a temblar. ¿Qué he hecho mal? ¿Qué he dicho que tanto le ha enfadado? Me acerco a él y musito un thank you, susurro un sorry. Él gruñe, gira la cabeza con violencia hacia la pared para dejar clara su intención de no mirarme. Recuerdo leer de pequeña sobre un fan de Nina Hagen al que Nina, en mitad de un concierto, sin ningún tipo de explicación, escupió en la cara. Quizás sea eso, la adoración extrema, lo que repele a la estrella.
Me despido torpemente, salgo de la casa y le doy una patada a una caja que hay en la calle. El cartón sale despedido con una fuerza en la que no me reconozco. La gente me mira. Ni siquiera me he sacado una foto con él, la foto de rigor para el artículo. En la puerta del bar, el camarero de antes me sonríe al pasar. «¿A que ha ido bien?». Niego con la cabeza, apretando mucho la sonrisa, y hago un gesto de «prefiero no hablar», porque sé que puedo romper a llorar en el hombro del camarero a poco que me acerque.
Esa noche no duermo. Mi pareja se acerca varias veces, me ve en estado de shock, me toca la frente, me observa asustado, me trae agua. Está medio dormido. Lo miro devastada. Se frota los ojos y me pregunta: «¿Qué has dicho? ¿Has dicho: vamos al hospital?». No, no he dicho nada de eso. Me río un poco, con esa risa lastimera del que no tiene ningún derecho a estar jodido, pero lo está. ¿Te imaginas?: «Pues mire, doctor de urgencias, llevo toda la noche con una migraña que me va a matar, con vómitos y taquicardias porque uno de los escritores que más amo me ha despreciado. Póngame morfina, urbasón, únteme ibuprofenos, o mejor métame un supositorio que me termine de humillar, aunque realmente lo que merecería es que me despachasen al basura de los residuos orgánicos del hospital».
A las seis de la mañana, con un dolor que me paraliza media cara, saco la cara por la ventana. Ha empezado a llover. «Me da igual — susurro — me da igual, hijodeputa. Yo te voy a seguir leyendo, yo te voy a seguir queriendo». Abro «El libro de las aguas» por la página 96 y recomienzo, me hundo por segunda vez en las aguas del Río Kubán. Limónov es joven, y se arrastra bajo la lluvia con los muchachos de su partido. Se pregunta qué hace allí: «Por qué andaba yo con ellos, allí, entre los juncos del Kubán? Me sentía empujado por un poderoso instinto: quería escudriñar la historia como el miope que era, poniéndola delante de mis narices». Y entonces pienso que mirar la vida muy de cerca, como la miope obsesiva que soy, también pasa por que te desprecien sin explicación aparente. Mirar la vida muy de cerca también es que tu personaje favorito se vuelva ante tus ojos un tipo loco que gruñe y te odia, que se meta en la casa y te deje en la terraza con la entrevista a medias y la boca seca de ansiedad.
Al día siguiente, en la Feria del Libro, Limónov, encantador y risueño, responderá amablemente a las preguntas de Manuel Jabois y del público, disfrutando genuinamente con cada carcajada del público. Más tarde, en la caseta de firmas, mientras sonríe a sus fans, se girará, verá sorprendido que esa chica que le entrevistó ayer está justo detrás de él y le dedicará la última mueca de desprecio, para después volver a girarse, desprendiendo encanto. Y, justo en ese momento, alguien inmortalizará el instante. Su encanto, mi cara de horror tras la noche de sufrimiento. Esa es mi foto con Limónov: el mito, el viejo gruñón, mi amado enemigo.
No es poco lo que sucede entre que se baña de niño en una fuente de agua mineral de Járkov y, medio siglo después, se zambulle borracho en un lago en plena estepa de Tayikistán.
Escrito en la prisión de Lefértovo durante los dos años que su autor pasó allí por tráfico de armas y tentativa de golpe de Estado en Kazajistán, «El libro de las aguas» (Fulgencio Pimentel) es la obra maestra de Eduard Limónov. Frisaba entonces los sesenta años y sospechaba que no volvería a ver la luz del sol. Quien solo conozca al incómodo personaje de Carrère se sorprenderá ante la entidad de la obra, que raya a la altura de grandes obras de prisión como «Justine», de Sade, «Diálogo con la muerte», de Koestler, o «Ivan Denisovich», de Solzhenitsyn. No hay en esta, sin embargo, un ápice de pesadumbre, pues está repleta de recuerdos luminosos. La novela pesca lances sucedidos en océanos, mares, ríos, estanques, lagos, fuentes y hasta en aryks, los canales de riego típicamente soviéticos. Por alguna extraña razón, el poeta ruso hizo en 1972 la promesa de bañarse en todas las aguas que le salieran al paso.
Así las cosas, no es poco lo que sucede entre que se baña de niño en una fuente de agua mineral de Járkov y, medio siglo después, se zambulle borracho en un lago en plena estepa de Tayikistán, ante la mirada impávida de un pelotón de nazboles. En el ínterin, escapa con diecinueve años de un psiquiátrico tras serrar las rejas de la ventana, escribe como un poseso y acumula decenas de rechazos editorales, se convierte en una figura controvertida y es despojado de la ciudadanía soviética, frecuenta al punk neoyorquino, trabaja de chapero, se hace un nombre en Europa como poeta, edita un periódico fascista, sortea el fuego de metralleta, se acuesta con todo bípedo implume que se le cruza, frecuenta los conciliábulos de la cultura francesa, funda el Partido Nacional Bolchevique, se echa una novia «amorosa y tierna como Charles Manson», marcha a los Balcanes con criminales de guerra…
«Nadie puede oponerse al destino que le ha tocado. Según el fatalismo ruso, el destino te alcanza tarde o temprano», afirma. Da la sensación de que dicho fatalismo le ha servido de excusa para enrolarse en toda causa que se le ha puesto a tiro. Un ejemplo: llega a Belgrado con la intención de presentar un libro, pero al pisar las ruinas de Vukovar lo invade una suerte de excitación bélica y al día siguiente ya está camino del frente, presa de un arrebato febril que recuerda a Bardamu en «Viaje al fin de la noche», de Cèline. Basta que le tiendan el capote para que embista.
— Fue padre con 63 años. ¿Habría renunciado a ciertas empresas de haber experimentado antes la paternidad?
— No creo. Soy muy mal padre. No he visto a mis hijos desde hace un año. Me parecían interesantes cuando eran bebés. Me daban la impresión de estar vinculados con el otro mundo, con el mundo del que acababan de llegar. Mi hijo tenía una mirada muy curiosa, miraba a un lugar indefinido… Este año él cumple 12 y ella, 11, y para mí han perdido todo interés. Son ya muy humanos, son como todas las demás personas.
Los recuerdos que forman «El libro de las aguas» están hechos de imágenes portentosas. Con 28 años está a punto de morir aplastado contra las rocas en una caleta ignota del Mar Negro; con 38 observa el río Hudson desde la mansión del millonario americano que lo ha contratado como mayordomo; con 42 camina por la orilla del Sena y recala en la isla de San Luis con un bocadillo y un ejemplar de «Las flores del mal», tratando de seguir los pasos de Baudelaire; con 48 cruza al Danubio, pero ahora los puentes están protegidos por sacos terreros y en las orillas están apostados los tanques. Estamos ya en diciembre de 1991 y a un lado están los milicianos serbios, y al otro, los croatas. «Es un libro muy profundo», dice Limónov, frunciendo el ceño y abriendo mucho los ojos, «y por eso me molesta que haya puesto preservativos en la portada». Nacido en 1943 en Nizhni Nóvgorod cuando la ciudad todavía se llamaba Gorky y su enorme industria de automóviles le valía el mote de «el Detroit ruso», para honra y prez del estalinismo, Limónov tiene hechuras de adolescente. Sentado en una terraza del Retiro, extiende los brazos y aprovecha para tomar el sol mientras le hago preguntas.
Su escritura recuerda a Henry Miller en algunos de los mejores momentos de El libro de las aguas. En 1976 vagabundea sin rumbo por Nueva York. Acaba de morir Mao y él parece haber perdido definitivamente el oremus. Con la desaparición del Gran Timonel su chalupa ideológica, de por sí voluble, pierde la tempestuosa tracción que hasta entonces lo había llevado a puerto: la fe del converso. Medio borracho, acaba en una terraza del World Trade Center observando con desprecio a la minúscula muchedumbre. «Escrutar el lejano horizonte es muy saludable para la vista y para los delirios de grandeza. Si quieren un consejo, y sin profundizar demasiado: ¡mimen sus delirios de grandeza! Hagan lo posible para cultivar todo aquello que los distinga de los demás. No les hace falta acabar confundiéndose con toda esa aburrida gentuza» (p. 85).
— Lleva un retrato de Malthus en la camiseta. ¿Por qué?
— Porque Malthus tenía razón. Nada es eterno en este mundo. La civilización actual fue edificada sobre la base de la explotación del planeta. Descartes fue uno de los primeros precursores de la Ilustración, luego vino Leibniz y desde entonces vivimos en esa misma civilización. Pero en aquello tiempos la población era mucho menor, había unos recursos para progresar que ahora se han acabado.
Trato de terciar diciendo que la perspectiva de Malthus estaba condicionada por las hambrunas de su época, que la población no crece de forma geométrica y que, desde la revolución agrícola británica hasta los transgénicos, pasando por la revolución verde de los sesenta, los cultivos sí lo han hecho, pero Limónov corta en seco. «Muy bien, pero el agua dulce va a empezar a escasear muy pronto. ¿Por qué Marx no escribió acerca de ello?»
Cierro la entrevista sospechando que se me escapa lo más importante: esa pulsión de muerte que lo ha llevado toda su vida por caminos insólitos, extraviándolo constantemente en veredas destructivas e irracionales, bajo la advocación de una añoranza épica que nunca conseguía saciar. Antes de despedirnos le pregunto si alguna vez ha estado en los toros. De nuevo con los ojos como platos, niega con la cabeza. Le propongo acudir al callejón de Las Ventas, a cuento de la hospitalidad de Chapu Apaolaza, y me responde antes de que acabe la frase. «Sí. ¿A qué hora?»
Conque vuelvo a encontrármelo, esta vez en el callejón de la plaza. Trato de observar sus reacciones, pero la jornada es tan sangrienta que rápidamente pierdo comba. Con todo, me percato del salto que da Limónov cuando el tercer toro prende al banderillero Hazem, «El Sirio», que a los pocos segundos recupera la compostura y se tienta el pecho sin mirarse siquiera. Después llega la feroz cornada a Román y la plaza se queda fría como el hule. En una especie de extravío, como si me hubieran aplicado un chute de cloroformo, veo de repente que el morlaco está a metro y medio de nosotros, con el asta derecha de color carmesí. «Le ha perforado la femoral», barbota Chapu; «la sangre de las venas es más oscura, ese rojo es de arteria». El ruso está visiblemente turbado. Pocos minutos después, Curro Díaz despierta a la plaza del shock y me percato de que Limónov está de pie aplaudiendo al matador, que en ese momento da la vuelta al ruedo oreja en mano.
Salimos de la plaza con cara de pasmo. Limónov me dice que «este espectáculo es muy humano». Después se mesa la barba y añade: «no todos los días tienes ocasión de ver a un hombre enfrentándose a la muerte».
El escritor y político ruso logró cierta popularidad gracias al libro que le dedicó el afamado autor francés Emmanuel Carrère. He aquí el retrato de un maldito.
Eduard Limònov es una especie de Sánchez Dragó ruso amigo de la revolución violenta; en estos lares le conocemos gracias al libro que le dedicó el afamado Emmanuel Carrère. Mujeriego y radical, fue vagabundo, mayordomo del capo de Aston Martin, punk, poeta bohemio en París… Hasta que a sus casi 50 años le entró el gusanillo de la guerra. Y allí se fue como voluntario, estuvo en Abjasia y en Transnistria y en más. Persuadido por el teórico Aleksandr Dugin, de gran influencia actual en Vladimir Putin, fundó en los 90 el Partido Nacional Bolchevique, un engendro entre fascista y comunista. Y acabó en la cárcel acusado de terrorismo, en donde escribió en el 2002 «El libro del agua», memorias que ahora presenta en nuestro país. Un país que le ha recibido con empalagosa aureola de «rockstar» y le ha llevado a los toros. Al colocar sobre la mesa el iPad y el móvil para grabarle, dice que parecen cosas nazis «por su brillo». El día anterior a esta interviú una periodista se marchó llorando tras conocerle.
— «La puta y el soldado», las mujeres y la guerra, son los asuntos esenciales de su vida.
— El libro fue escrito en la cárcel, es por eso. Me sentí como una persona que tenía que desaparecer durante 14 años, que era lo que me pedía el fiscal. Estaba evocando las páginas más vividas e intensas de mi vida. Y, efectivamente, eran las mujeres y la guerra.
— El feminismo le calificaría de heteropatriarcado en su máxima expresión.
— Soy un hombre mayor, tengo 76 años: ¿qué queréis de mí?
— ¿Cree que el feminismo va a cambiar políticamente el mundo?
— Creo que se está aproximando una guerra entre hombres y mujeres. Las mujeres nos odian. Los hombres las fuerzan a quedarse embarazadas y a parir, y ellas están cansadas de eso. Y han renunciado. Las comprendo pero no soy una mujer sino un hombre. Creo que tarde o temprano tenía que suceder.
— Rechaza ser un provocador, pero en el libro utiliza expresiones muy gratuitas para, por ejemplo con las mujeres, referirse a ellas como «zorras malolientes».
— Todo eso se puede explicar con la condena que se me venía encima. Tenía 58 años cuando escribí ese libro y pensaba que iba a morir en la cárcel. Quizás sea un poco provocador pero no estaba esperando ningún resultado así que para mí tampoco lo es, era un recuerdo sincero. Puede que sea provocativo en el contexto actual pero es un recuerdo honesto.
— ¿Qué tal en la cárcel?
— Estuve muy bien, me gustó mucho. Es un sitio en donde sientes por fin una cierta sabiduría. Nunca sufrí allí. Otros presos tachaban con furia los días en el calendario, uno tras otro. En cambio, yo decía: «Yo vivo aquí». Hay que vivir en la cárcel, no esperar a que te libren. Escribí allí siete libros.
— En España hay un famoso (Coto Matamoros) que se le acababa la condena y pidió alargarla para pasar la Navidad con otros presos.
— Sí, eso puede suceder.
— Dice no reconocerse en el personaje de Carrère. ¿Qué le parece como escritor?
— Creo que es peor escritor que yo. No es solo mi opinión, lo dice más gente. Otros libros suyos tanto anteriores como posteriores son mucho peores que el que me dedicó. Por ejemplo, he intentado leer el libro de San Pablo y, aunque leo perfectamente en francés y soy un lector muy aplicado, no pude leer más de 250 páginas. Sin embargo, le estoy muy agradecido porque me presentó al mundo burgués de Francia. Él pertenece a una capa social muy especial. Su madre es secretaria de la Academia francesa y su padre es un empresario importante. En Rusia este tipo de personas se les llama oligarcas, personas que acumulan mucha riqueza y poder. En total, se vendieron 800.000 ejemplares en Francia y nueve ediciones en Italia.
— En una pancarta de su Partido Nacional Bolchevique se leía: «Rusia lo es todo. Lo demás, nada». ¿Por qué su nacionalismo es mejor que el de otros?
— No es nacionalismo, es imperialismo (risas). El nacionalismo es la ideología de un pueblo, en cambio nosotros abarcamos muchos pueblos: como los yakutos, los buriatos… Es por eso que lo somos todo, somos un imperio. El Gobierno ruso tiene miedo de contar cuántos musulmantes tenemos en el país, aunque han podido contar a todos los perros errantes para ponerles fichas con un número.
— ¿Siente nostalgia de la Unión Soviética?
— No soy una persona propensa a sentir nostalgia, ni siquiera por mi propia vida. Hay que valorar sobriamente el significado histórico de la Unión Soviética.
— Su afición a la literatura del yo, su priorizar la nostalgia por su propia vida antes que por cualquier otra cosa, no le acerca al individualismo liberal.
— No soy individualista, soy líder de una organización política. Nuestro lema político es: «Putin no llega, Putin es poco». Proponemos algo más agresivo que Putin, más decidido. Tenemos muchas cosas por hacer. Tenemos ciudades fuera del país en Kazajistán, por ejemplo. El presidente de Kazajistán, Nursultán Nazarbáyev, va a palmar bastante pronto y, entonces, será absolutamente impredecible. En cuanto muera Nazarbáyev, el país será dividido entre China y Rusia. Hay millones de ruso-hablantes, muchos de los alemanes deportados en los tiempos de Stalin, quedan allí sus nietos, que son ruso-hablantes. Toda esa población se inclina hacia Rusia. No es una conquista, es una reconquista (risas). Hay una población muy importante allí de los cosacos, que no son kazajos. Y tenemos que recordar la rebelión cosaca del s.XVIII de Yemelián Pugachov, un líder muy importante. Fue una rebelión popular y puede suceder algo parecido. Precisamente mi condena estuvo relacionada con un intento de invadir un territorio del este de Kazajistán.
— Usted, públicamente, decía que eso no era cierto.
— Voy a ahorrar mi confesión si me permites. Hay mucha gente concernida.
— Lo de «Putin es poco» es lo que piensa el ideólogo político Alexander Dugin, con quien usted fundó el Partido Nacional Bolchevique antes de perder hasta la amistad que os unía.
— Sí, ya no somos amigos pero tenemos un pasado en común y un interés conjunto. Nos hemos educado con las mismas ideas, unas ideas que están muy cercanas a Alain de Benoist en Francia. En mayo estuve en París, hice una conferencia sobre Benoist. Es un pensador cercano a mí y a Dugin. Conozco sus ideas desde hace 30 años.
— La reivindicación y lucha de los chalecos amarillos le interesa.
— Lo veo como una lucha del pueblo contra las élites.
— ¿Usted sería un populista antiliberal en donde los extremos deben unirse?
— Sí. El liberalismo ha fracasado y sigue fracasando. Tanto los chalecos amarillos como los inmigrantes amenazan la estabilidad. Tarde o temprano esto acabará en un derramamiento de sangre entre representantes de civilizaciones muy diferentes, se puede decir que opuestas, como la nación islámica y la civilización europea. El yihadismo tiene unas ideas impracticables, ellos nos denominan Roma y están esperando una guerra definitiva entre las dos civilizaciones. Creo que es lo que nos espera. El mundo musulmán nos ve con desprecio, porque ya no son los tiempos en los que la civilización europea es capaz de oponerse. Por eso, cuando vienen a Europa no obedecen la legislación porque creen que el Islam está por encima de las normas europeas. Y eso es algo que no comprenden los gobiernos europeos, se les escapa.
— Con 48 años, se lanza a combatir en varias guerras como voluntario.
— Es cierto que fui a mi primera guerra cuando tenía más de 40 años, porque nací en un cambio de épocas cuando uno no se podía dedicar a la política en mi país y tampoco había guerras. Al no tener nada más que hacer, me vi obligado a dedicarme a la literatura.
— Estuvo en los Balcanes, en Abjasia, Transnistria, sale en un vídeo disparando con Karadzic… ¿Ha matado a alguien?
— Creo que no. Es que no es un duelo. No es como un asesinato en un libro de Dostoievski. En una batalla tú ves a un caído y nunca sabes si lo has matado tú u otra persona. Si eres francotirador, entonces sí, tienes tu mira telescópica, pero la mayor parte de los combatientes dan series de tiros. Y luego está el problema típico de la gente que no entiende la guerra. ¿Para que los países como Rusia o España tienen sus ejércitos? Para matar. El pueblo confiere a su Gobierno el derecho de matar. El caso es que la guerra ha tenido muy mala fama. En un momento dado, los Gobiernos, los pueblos, carecen de argumentos pacíficos entonces tienen que pasar a una guerra. Muchos hombres de letras, empezando por Julio César, Cervantes, Hemingway u Orwell describieron su experiencia. La guerra es muy interesante porque muestra las cualidades más esenciales de una persona y en una situación normal la gente no muestra sus cualidades. Hace falta una situación extrema como la guerra, la cárcel o la emigración. Che Guevara es otro ejemplo, lo veo más como escritor que como político. Y fui a guerras que no eran del mismo tipo de guerra que la Primera Guerra Mundial. Estas son guerras de otro tipo, con otro tipo de armas más pequeñas… Son bastante bien aguantables, menos arriesgadas que la actual guerra en Siria, por ejemplo. Se pueden llamar las guerras en Serbia como Guerras de la Agricultura (risas). ¿Miedo de matar o de morir? Qué le vamos a hacer, soy una persona muy tranquila en ese sentido y no suelo darle muchas vueltas a las cosas. Estaba muy emocionado e inquieto. A una guerra uno entra paulatinamente. Primero ves que desaparecen poco a poco los coches civiles, después coches militares y entras en una ciudad ocupada por el ejército. Te advierten que si matan al conductor te tienes que esconder en el coche. Que bajo ningún concepto hay que detener el coche. Y te acostumbras poco a poco. El primer día me llevaron a un depósito de cadáveres. Vi más de 160 cuerpos, muchos con huellas de torturas. Cuando vi esto, el tiempo estaba mejorando y olía fatal.
— ¿Lleva un anillo de un soldado?
— Sí, es uno de los héroes anónimos de la Gran Guerra Patriótica. O sea, de la Segunda Guerra Mundial. Pero tengo otra sortija, que tiene un trilobite, que es un bicho prehistórico muy pacífico.
— Escribió que los pueblos no tienen derecho a separarse, porque conllevaría tener a «intelectuales provincianos sembrando atraso». En España hay un conflicto con Cataluña.
— Hay que entender que esa cita, que sale en «Yo, Editcha», lo escribí en el año 76. Pertenece a una época muy particular. En cuanto a Cataluña, ¿qué podemos hacer nosotros? Estamos viendo la tele siguiendo el asunto. Estamos muy lejos, no podemos ver de cerca. Pero sí creemos que Puigdemont es un gallina. Es lo que decimos los rusos.
— ¿Hay injerencia rusa en Cataluña?
— Ya me gustaría que Rusia tuviera influencia en todo el mundo, pero no es así. Es una tontería decirlo. Es una leyenda creada por los Estados Unidos. Tienen un problema muy grande, están perdiendo su dominio mundial, y están creando mitos y leyendas. Trump es un idiota, no entiende que su actitud hace unirse a China y Rusia. Él es un fenómeno muy interesante del mundo contemporáneo pero a la vez es un imbécil y está sobrevalorando la potencia militar de los Estados Unidos. Cae en el mismo error en el que cayó Hitler, que no tenía soldados suficientes para conquistar la Unión Soviética. No estoy comparando, en absoluto, a Trump con Hitler, pero se equivocan de la misma manera. A Trump también le van a faltar unos cuantos soldados.
— «Las mujeres difíciles no me dan miedo. Las escogía adrede». En sus memorias, aparecen destacadamente las grandes mujeres de su vida, en donde hay muchas idas y venidas, felicidad y sufrimiento. ¿Qué consejo le daría a quien sufre por amor?
— No suelo dar consejos, y lo que me ocupa ahora es acostumbrarme a mi edad. Nunca daba consejos porque siempre era el más joven en cualquier grupo. Pero puedo decir que una conmoción es más aconsejable que la tranquilidad. Lo que aconsejo a todo el mundo es una rebelión. La rebelión es lo mejor que podemos hacer, lo más interesante. Mi actitud en la vida es la de un artista, un hombre creativo.
— ¿Cuánto le influyó el punk?
— Lo conocí en Nueva York, pero lo más importante es que el movimiento punk participó en la creación del movimiento Nacional Bolchevique. Muchos de sus miembros vinieron del punk, y aquí quiero mencionar a Egor Letov, que era un músico muy importante de Rusia. Hablando de la música, nunca me gustaron los Beatles. Siempre me parecieron melosos, demasiado dulces. Y cuando surgió el movimiento punk me dije: «Por fin mi tipo de música».
— Llama a Hitler «el héroe de Anchluss».
— Austria era mitad fascista, su gobierno era mitad fascista. Lo mismo Polonia, con Pisudski que murió en el 35 y después vinieron otros nacionalsocialistas. Por lo que no se puede decir que cuando Hitler invadió Polonia esta era tan pacífica y democrática. Mussolini reunió a 16 partidos fascistas en el año 33. El nacionalsocialismo como el oponente del bolchevismo era muy popular en Europa. Todo el mundo cree que Hitler era el único malo de Europa pero era una ideología muy popular.
— ¿«Mein kampf» o «El Capital» de Marx?
— Ambos están demodé, están completamente desactualizados. El marxismo está completamente desactualizado. El único pensador actual de aquellos tiempos que sobrevive es Thomas Malthus. Malthus ha ganado.
— ¿Cómo valora a Stalin?
— Como gobernante no era muy bueno, creó un montón de problemas. Por ejemplo, las deportaciones de los pueblos: de los chechenos, de los de Crimea… Son problemas que hemos heredado, y ahora esos pueblos recuerdan sus días de deportaciones con luto. Stalin y Lenin apoyaban las lenguas minoritarias y dejaron el derecho constitucional para las repúblicas de salirse de la Unión Soviética, lo que también creó problemas que heredamos. Es poco conocido pero Stalin tuvo varias iniciativas bastante buenas como cuando en el año 52 propuso unir las dos Alemanias con la condición de que fuera un país neutral. Fue rechazada. También propuso incluir a la Unión Soviética en el Plan Marshall y también fue rechazado. Hay que tener en cuenta que el ejército que entró en Berlín en el año 45 fue el ejército soviético. No estuvieron allí ni franceses ni americanos. El Gobierno estadounidense calculó sus posibles bajas durante la entrada en la ocupación de Berlín y no mandaron a sus tropas a tomarla. Esto solo lo hicieron los soldados soviéticos. Por tanto, fue una tontería por parte de Stalin dejar a los aliados dividir Berlín, porque no tenían ningún derecho.
— Stalin era poeta como usted.
— Stalin escribió siendo joven como todo el mundo. Mao Tse-tung también, la suya era mejor, escribió poemas hasta sus últimos días. Hay un libro en ruso que se llama «Dictadores poetas». El libro más impresionante es el de Muamar el Gadafi, es una colección de cuentos y hay uno que se llama «Huida al infierno» en donde Gadafi prevé su fin. Fue publicado por primera vez en el año 90, en árabe, y alemán en el 2004. Ahí describe el odio del pueblo a su figura, y que el único sitio al que puede escapar del pueblo es al infierno. Stalin escribió muy joven con 17 o 18 años y son poesías bastante inermes. La pintura de Hitler también carece de interés.
— Los gulags y los campos de exterminio no los ha mencionado.
— La discusión sobre los campos que se lleva a cabo después de la muerte de Hitler y de Stalin son un juicio sobre un muerto, y se le suele echar toda la culpa a una persona cuando está muerta. Los retratos históricos de esos personajes no son más que bosquejos pero no son fotografías. Han aparecido algunos estudios serios pero nos faltan unos 100 años para entender esas figuras de manera más cuerda. Europa quedó muy afectada por las dos guerras y no fue capaz de valorar con cordura esas figuras históricas. La imagen de Hitler es una caricatura. La única película más o menos adecuada sobre Hitler es «El Búnker».
— Esa no es la de Bruno Ganz, ¿no?
— No recuerdo el nombre del actor. Yo veo las películas como un niño, nunca me fijó en los nombres de los actores.
«El libro de las aguas» es abisal y fascinante, produce mucha urticaria y es a la vez cursi y obsceno, ambivalente y complejo, desagradable y brutal, exquisito e impasible, raro e inclasificable, exactamente igual que su autor. Eduard Limónov (Rusia, 1943) ha sido admirador de Baudelaire, costurero, poeta, guerrillero, amante celoso, exiliado y perseguido; líder del Partido Nacional Bolchevique, megalómano, arrogante y misógino despreciable. Pero también ha sido un escritor clarividente, capaz de iluminar las verdades más incómodas de nuestras vidas.
Escritas desde el encierro de la cárcel, estas memorias crudas y violentas se mueven entre lo punk y lo sentimentaloide, entre lo cínico y lo puro, entre la bajeza moral más execrable y la mirada precisa capaz de revelar las bellezas más insignificantes de la existencia humana. Limónov recorre el mundo porque siente que el mundo es suyo y que le debe algo: como el bohemio sanguinario que es, el autor recorre sin transición geografías de muerte y guerra y paraísos de asceta. Consciente de su poder como macho alfa y poeta eslavo, esta criatura extraña se ahonda en su megalomanía para hacerse literatura hiriente y palabra incómoda: no se trata tanto de una provocación (ni me inmuto ante su resumen de vida: «Fusiles y semen en los orificios de mis hembras amadas») sino de una escritura agotadora: la perspectiva del autor, que mira la realidad desde más abajo de las rodillas, deja un paisaje de relaciones humanas devastador y terrible, insoportable e impúdico; diría que, para desgracia nuestra, absolutamente reconocible.
Limónov es un romántico en el amor y en la guerra; la vida se manifiesta aquí arrolladora; sus recuerdos acuosos no son un lago apacible sino más bien una lluvia torrencial que lo destroza todo, incluso casi también al lector. Pero, por favor, aguanten: estas memorias, organizadas alrededor de la evocación de las aguas en las que se ha bañado Limónov desde que en 1972 se hiciera la promesa de bañarse en cualquier extensión líquida que encontrara, rompen con la linealidad del tiempo y nos sumergen en la vida salvaje que nunca tendremos porque de verdad que no la queremos.
Y es que este hombre, agreste y abominable, pierde la capacidad para la belleza en cuanto asoma el insulto misógino o el fascismo, siempre tan gratuito. Repugnante y contradictorio, Limónov es, en realidad, inexplicable y un poco ridículo. Casi digno de compasión, tan desvalido, el pobre. Pero no, no me han cogido con la guardia baja: el autor de «El libro de las aguas» es pura arrogancia de macho todopoderoso: por su memoria desfilan sus mujeres amadas, grandes damas y perturbadoras ninfas: artistas, pensadoras, activistas políticas, poetas, cantantes punky, modelos; sin embargo, él insiste en describirlas en sus amodorramientos y en sus fragilidades óseas, en sus adicciones y sus infidelidades y en su capacidad de retenerlas a su lado.
No lo niego, Limónov es a veces un escritor excepcional, un hombre que sabe mirar, un loco que se enfanga y se llena de mierda para entender cuál es el mundo en el que vive. Existencia y escritura se mezclan en el autor y en su obra de un modo extraño y perturbador. Se ha construido un personaje literario que en la vida real es agresivo y lleva armas, se corta las venas y se emborracha hasta el desmayo. Con la piel más curtida que mil marineros y más tiros pegados que un escuadrón de la muerte, Limónov escribe la crónica de sí y, de paso, la crónica de la URSS y de su desaparición, la crónica de Asia y de Occidente desde la periferia, más allá de los vertederos de la historia. Porque Limónov es desmesurado y por eso su literatura es agotadora, insultante, primitiva, obscena. Es mejor no molestarse, no caer en su provocación.
Limónov es un tipo que se ha creído la épica de los héroes y lo putas y peligrosas que son las mujeres. Limónov es, en el fondo, un señor del siglo XX: un tipo infame, un eslavo tan ajeno a mí y a nuestra cultura que de vez en cuando nos escupe temblorosas verdades. Y yo, que no lo leería, lo he hecho y no me arrepiento nada porque convulsionar y conmoverse y sentir asco y pena y comprender a otro radicalmente distinto es algo milagroso, o casi. Pero ¡ay! Limónov, qué nada te quiero.
El polémico escritor, disidente y provocador ruso ha fallecido a los 77 años. Recuperamos una de sus últimas entrevistas, concedida a ICON, en la que dejó perlas made in Limonov como «El nacionalismo es de paletos» [17.03.2020]
Coge la copa de cerveza con las dos manos. La levanta de la mesa con parsimonia y cierto temblor. Sus brazos son raquíticos. Su tatuaje de una granada apenas se atisba bajo la camiseta del demógrafo Thomas Malthus que luce. Se la acerca a los labios. Sorbe ligeramente el líquido ya sin espuma. Estamos en los primeros diez minutos de entrevista con Eduard Limónov (Rusia, 1943).
«La democracia no existe. Está desfasada. La lucha ya no se desenvuelve entre la derecha y la izquierda, sino entre las élites y el pueblo»
El encuentro tiene lugar en un hotel balneario en Benicàssim, al borde del Mediterráneo, un mar que aparece en su «Libro de las aguas» (Ed. Fulgencio Pimentel), volumen entre el ensayo, las memorias y la confesión que recorre mares, ríos y hasta fuentes de medio mundo. Lo redactó en 2002 mientras estaba encerrado en una cárcel rusa. Estuvo dos años en prisión, entre 2000 y 2003, acusado de compra ilegal de armas, sedición y terrorismo. Esta parte del Mediterráneo (Castellón) no la conocía, y tampoco parece despertarle demasiado interés. Salvo él mismo, o la opinión sobre algo que él mismo crea ser el único en tener, nada parece importarle hoy mucho.
Luchó en la guerra de los Balcanes, fundó el Partido Bolchevique con el fin de arrebatarle el poder a Putin, se unió a Kaspárov en otro proyecto político, flirteó con Le Pen, fue mayordomo en Nueva York, vagabundo, delincuente, víctima, verdugo y personaje para gloria propia y de Emmanuel Carrère, quien le devolvió la atención que tanto le gusta con un libro, «Limónov» (Anagrama). Sorbe de nuevo la cerveza, mira a la traductora y al entrevistador. Llevamos un buen rato de charla y media docena de sorbos han servido para que apenas se rebaje un centímetro la cantidad de cerveza en la copa. Eso sí, Limónov está volviendo loca a la traductora. Habla sin parar, hace bromas en ruso que le hacen mucha gracia mientras nos mira a la cara, como si tuviéramos que entenderle y empatizar. Donde no llega con la lucidez, lo hace con el temperamento. El tema es llegar.
—¿Hasta qué punto le sorprende seguir todavía vivo?
— Muchísimo.
— ¿Cómo recuerda escribir este libro?
— Estaba en la cárcel. El fiscal pidió 14 años. Tenía por aquel entonces 58, y pensé que tal vez sería mi último libro, así que empecé a tomar apuntes. Me puse a escribir varios libros a la vez. Este es el que más me gustó.
— ¿Sigue entendiendo la vida como algo extremo?
— Nunca pensé que estaba haciendo nada especial. Solo seguía mis impulsos. A veces, incluso pienso que actué con precaución.
— ¿Qué le atrae de la guerra?
— La guerra es una tarea honesta. Es una manera de averiguar qué tipo de persona es tanto uno mismo como quien está enfrente. La guerra, la cárcel y la migración son las grandes pruebas para el hombre.
— Cuando fundó el Partido Bolchevique, ¿realmente pensó que aquello podría funcionar?
— No teníamos la intención de llegar al poder. Solo nos creíamos extremistas. Lo éramos. Los extremistas no ganan elecciones, pero se convierten en héroes.
— ¿Tuvo usted alguna vez fe en la democracia?
— La democracia ya no existe. Es un concepto de otra época. Ahora la lucha no se desenvuelve entre la derecha y la izquierda, sino entre las élites y el pueblo. Hay que dudar del derecho a las elecciones. Soy una de las pocas personas que pudieron anticipar estos cambios en el sistema hace ya décadas.
— ¿Qué provoca estos cambios?
— El planeta está a punto de explotar y seguimos atascados con los ismos. Es ridículo. Estuve en una charla dedicada al aniversario de Marx y opiné que ni él, ni Nietzsche, por decir otro, son actuales. Entonces no se pensaba en cosas como la cantidad de agua dulce del planeta. ¿Acaso Marx dice algo en sus libros sobre el agua dulce que hay en la Tierra?
— ¿Hay alguien en quien podamos confiar hoy para que nos explique el mundo?
— Desde el siglo XVIII los intelectuales están demasiado influenciados por la idea del progreso continuo. La maldita idea de progreso. He escrito sobre esto, pero no me lo publican. Prefieren novelas.
— ¿Es Rusia parte de Europa por razones meramente geográficas?
— Rusia intenta hacer que no sea solo eso, pero la rechazan. Rusia viene a la UE a decir: «Soy buena». Entonces salen los gringos apestosos diciendo que los rusos son peligrosos. Estuve en Italia y me preguntaban si se debía temer a los rusos. Respondí que sí, que siempre hay que temernos. Deben desconfiar de nosotros, pero tampoco tenemos tan malas intenciones. Si las tuviéramos, me habría enterado ya. Tranquilos.
— ¿Se siente nacionalista?
— ¡No! ¡Soy imperialista! El imperialismo es lo opuesto al nacionalismo, porque un imperio es una multitud de naciones. El nacionalismo es de paletos, corresponde a una idea pequeña, a una región pequeña.
— ¿Se echa de menos algo de la URSS?
— Era un mundo muy distinto. El de ahora ya no produce gente como yo. La gente de entonces era autónoma, ruda, bruta, fuerte. Si hubiera ahora una pelea entre la gente de entonces y la actual, los de entonces les pegarían una buena paliza a los de ahora. Eran muy fuertes y muy potentes.
— ¿Cuál fue su primera opinión sobre Kaspárov?
— No hubo grandes sorpresas. Mis camaradas del partido me preguntaron por él tras el primer encuentro y les contesté que no le había encontrado ni un solo defecto, y eso era muy sospechoso. Luego, los defectos aparecieron. Kaspárov resultó ser un gallina, un miedoso, tenía valor intelectual pero nada físico. Resultó ser muy influenciable. Hubo una época en que la mayor influencia sobre él fui yo, pero solo unos meses.
— ¿Tiene usted un talento especial para ver cosas en gente que los demás pensamos que simplemente es gente de mierda?
— Conocí a Le Pen en 1992. Todos lo veían como un racista vulgar, lo que era en realidad, pero a la vez estaba emprendiendo algo nuevo. Lo sentí. Siempre intento mezclarme con este tipo de gente.
La biografía que lleva su nombre y fue escrita por el gran autor francés le dio la fama que no obtuvo su propia obra literaria. Tenía 77 años. «Siempre estoy en favor de los movimientos populares contra la burguesía, los tengo en mi corazón», dijo recientemente, a propósito de su apoyo al movimiento de los chalecos amarillos franceses.
El anuncio lo hizo primero el vicepresidente de la Duma, la Cámara Baja del Parlamento ruso, Serghei Shargunov, a través de Telegram. Luego el partido Otra Rusia comunicó en su sitio online la muerte de su fundador. «Hoy, 17 de marzo, murió en Moscú Eduard Limonov. Todos los detalles serán difundidos mañana». Eduard Veniaminovich Savenko, conocido en todo el mundo como Eduard Limónov había cumplido 77 años el 22 de febrero pasado y que se hallaba internado en un hospital moscovita.
Limónov, una suerte de punk residual, se hizo particularmente conocido en el mundo luego de la exitosa publicación del libro del francés Emmanuel Carrère, que lleva su nombre y cuenta su singular vida. Pese a que es autor de una obra de más de 50 libros, muy pocos de ellos fueron traducidos al español. Personaje polémico y extravagante, referente del bolcheviquismo y nacionalista a ultranza, el ruso es a la vez una figura política opositora al presidente Vladimir Putin.
El año pasado se publicaron en España sus memorias, con el título «El libro de las aguas» (Editorial Fulgencio Pimentel), que fueron escritas hace casi veinte años, mientras estaba en la cárcel y que hoy se leen de alguna manera como respuesta a la biografía de Carrère, que el propio Limónov rechazaba con énfasis.
Estuvo a punto de viajar a la Argentina dos años atrás, para participar del FILBA. Entusiasmado por venir, él mismo les había pedido a los organizadores que le armaran una agenda que fuera más allá del festival y contemplara visitas a lugares emblemáticos de la historia política argentina o espacios como el Museo Evita, ya que quería conocer la historia de primera mano. Estaba particularmente interesado en la historia del peronismo. También había pedido que le contrataran a un guardaespaldas: nada que sorprenda a quienes siguen habitualmente el rumbo de las noticias vinculadas a Rusia.
Eduard Limónov nació en Dzerzhinsk en 1943 y sus primeros éxitos fueron como poeta underground en Moscú, para luego vivir en la indigencia y el olvido de la emigración soviética en Nueva York. El libro que escribió relatando estas experiencias de la mayor decadencia lo convirtió de nuevo en una celebridad.
Tras la caída del muro, volvió a Rusia para meterse a fondo en política: fundó el Partido Nacional Bolchevique con el objetivo de «reconstruir la Unión Soviética pero bajo la ideología del nacionalismo bolchevique». Fue preso por organizar protestas pacíficas y organizadas (algo por lo que sigue peleando en su país). Finalmente el partido se disolvió en 2010 dando paso a uno nuevo, Otra Rusia, producto de la unión con el ex campeón mundial de ajedrez Gary Kasparov. «Mi nacionalismo no es tradicional, sino todo lo contrario, contemporáneo y moderno. Muchas veces, seguimos las tradiciones de nuestros antepasados y eso es lo que nos mata como pueblo», declaró hace poco tiempo.
Delincuente juvenil, mayordomo, mendigo, periodista, político y escritor, el año pasado declaró en una entrevista: «Yo no soy responsable de los rumores sobre mi personalidad. Al igual que nunca he escrito seriamente, solo he seguido los impulsos que tenía. Por ejemplo, una vez vi por la televisión a un coronel explicando cómo había bombardeado un puente croata. A los dos días ya estaba allí con el mismo coronel. No he tenido muchas oportunidades en la vida. Hay cosas que me hubiera gustado hacer y no he podido, pero todo aquello que sí he hecho, lo veo con orgullo».
La biografía de Limónov está fuertemente afectada por su participación en diferentes clases de guerras, pero seguramente la más polémica es una escena, grabada por el gran director polaco Pawel Pawlikowski para la BBC —quien quiso llevar a la pantalla grande su biografía— en la que actuó como francotirador en las filas del serbio Radovan Karadzic, acusado después de crímenes contra la humanidad.
En el último tiempo había tenido acercamiento al movimiento de los chalecos amarillos franceses. Polémico y provocador hasta el final, lo explicaba así en una entrevista con un medio español: «No sé hacia dónde caminará el movimiento, pero reconocí en ellos al proletariado, a la gente sencilla. Siempre estoy en favor de los movimientos populares contra la burguesía, los tengo en mi corazón. A la gente le gusta saquear tiendas y hay que darles esa posibilidad. En julio del 77, estuve en Nueva York cuando se fue la luz y saquearon cientos de tiendas: no eran negros trabajadores, sino viejas burguesas sacando cajas y cajas de ropa. Todo el mundo, y sobre todo la clase media, roba y saquea encantada, y eso es de las cosas que más disfruto».
Su trayectoria plagada de detalles inverosímiles inspiraron al escritor francés Emmanuel Carrère a escribir una biografía del ruso. El libro terminó dándoles celebridad mundial a ambos.
¿Qué convierte —o puede convertir a un hombre en un personaje de novela? En el caso del narrador y activista ruso Eduard Limónov, fallecido este martes en Moscú y que inspiró al francés Emmanuel Carrère a escribir una extensa biografía que le daría fama mundial al ruso, podría decirse que lo que encendió la chispa fue la desmesura de una vida, plagada de acontecimientos que podrían antojarse inverosímiles.
A simple vista, Carrère y Limónov no se parecían en nada —al menos en un plano evidente-, pero el primero parece haber sido la encarnación misma de unas cualidades discordantes por las que cualquier autor podría sentirse atraído a escribir. «Limónov no es un personaje de ficción. Existe y yo lo conozco», definía el francés, decidido a convertir en su objeto de estudio al poeta, ensayista, y agitador cultural, que finalmente tuvo una historia de película.
Una primera aproximación a esas páginas —el libro se llama «Limónov», a secas, y fue editado por Anagrama en 2011— permiten intuir hasta qué punto el ruso podía despertar el odio y la ternura, asumir actitudes aberrantes o una ambición sin límites, y al mismo tiempo defender los valores de la libertad o mostrarse vulnerable. La obra le valió a Carrère una batería de premios literarios, entre ellos el Prix de Prix, el Renaudot y el de la Lengua Francesa, pero sobre todo, miles de lectores que se sorprendieron con lo que venía a contarles.
Es que Limónov era, por donde se lo mirase, un personaje excesivo y estrafalario, atravesado por el último medio siglo de historia, y que también representaba, en la visión de Carrère, una indagación vital de la condición humana y sus evidentes paradojas.
Que el francés se haya tentado de aclarar que ese hombre (Eduard Savenko, nacido en 1943) era una persona real es una circunstancia por lo menos curiosa, pero comprensible cuando se comprueba que en poco más de siete décadas Limónov pasó de ser delincuente juvenil, poeta vanguardista, suicida insustancial, recluso en un psiquiátrico, vendedor de libros y sastre autodidacta, a militante clandestino en Moscú, indigente en Nueva York, amante de los negros del Bronx, sirviente en la casa de un millonario estadounidense y después escritor de éxito en París, miliciano serbio, golpista ruso.
También dirigió un periódico de corte fascista, fundó un partido nacionalista y se sintió tentado por el misticismo, fue preso sin sentencia, acusado de «terrorista» bajo la presidencia de Vladimir Putin, de quien fue un enemigo declarado. Y eso sin contar que es autor de una producción compuesta por unos 30 títulos. Para muchos, se trata de «uno de los más importantes novelistas de la Rusia contemporánea».
Fue un polémico escritor y dirigente político ruso
El escritor y dirigente político ruso Eduard Limónov murió ayer en Moscú, a los 77 años. Extremista y poeta maldito al mismo tiempo, siempre polémico y provocador, Limónov alcanzó fama fuera de su país gracias a la novela epónima escrita por el francés Emmanuel Carrère, traducida a 23 idiomas, que recorría magistralmente su vida.
Pero el ruso también hizo lo suyo para ganar notoriedad: fue el líder del partido de extrema izquierda La otra Rusia y se manifestó como ferviente opositor a Vladímir Putin. Fue autor de más de 70 novelas y ensayos. Pero para muchos su imagen está ligada a la postal que lo mostraba disparando una ametralladora en la asediada ciudad de Sarajevo, junto al líder serbobosnio Radovan Karadzic.
Limónov no es un personaje de ficción; pero desplegó tantas máscaras en su intensa y polémica vida que desafía las leyes no escritas de lo que se considera verosímil: delincuente juvenil, poeta maldito, mendigo y mayordomo en Nueva York, intelectual mimado en París, líder revolucionario, combatiente en la guerra de los Balcanes al lado de las tropas serbias, preso en la temida cárcel de Lefórtovo, creador del Partido Nacional Bolchevique (una suerte de nacionalsocialismo a la soviética), férreo adversario de Vladímir Putin y candidato a presidente. Eduard Limónov —que de él se trata, aunque una parte del mundo lo conozca por la novela biográfica o biografía novelada del escritor francés Emmanuel Carrère— era un autor de ficción que sabía contar su vida, con un estilo sencillo y concreto, sin afectaciones literarias y con la energía de un Jack London ruso.
Carrère cuenta que Limónov —que murió en Moscú el martes 17 a los 77 años— había nacido con un hígado de acero que le permitía participar en esas maratones de embriaguez que los rusos llaman zapói, que no es una curda de una noche. El zapói consiste en pasar varios días borracho, vagando de un lugar a otro, subir a trenes sin saber adónde van y olvidar todo lo que has dicho y hecho. Antes de que la escena editorial pontificara «las literaturas del yo», Limónov, precursor iconoclasta y genio inefable, escribía convencido de que «la vida fue mi maestra», como lo ha confesado. Publicó «Soy yo, Édichka», sobre sus experiencias homosexuales con vagabundos negros en la Nueva York de los años 70, que fue publicada en París en 1979 y cuando salió en Rusia en 1991 vendió más de un millón de ejemplares.
En «Diario de un fracasado», una especie de biblia de todos los losers resentidos del planeta, el texto de la contratapa condensa el espíritu de esa narración: «Si Charles Manson o Lee Harvey Oswald hubieran escrito un diario, se habría parecido a esto». En una de las páginas del libro, el «yo» limónoviano de treinta años, emigrante sin un centavo de dólar lanzado a las calles de Nueva York, proyecta sus expectativas oníricas. «Sueño con una insurrección violenta. Nunca seré Nabokov, no correré nunca detrás de las mariposas por las praderas suizas, con piernas anglófonas y velludas. Que me den un millón y compraré armas y provocaré una sublevación en cualquier país». Limónov se inventó así mismo como escritor para reemplazar su apellido original, el más convencional Savenko, un guiño a su humor ácido y belicoso, porque limon significa limón y limonka es la granada (la bomba de mano). Dueño de un estilo punk y nihilista, es a las letras lo que Johnny Rotten, el líder de los Sex Pistols, a la música del siglo XX.
La gran paradoja en la novelesca existencia de Limónov —autor también de «El libro de las aguas» (2019), el último que publicó en español por la editorial Fulgencio Pimentel, con fragmentos de su vida a partir de los recuerdos vinculados con el agua: mares, océanos, ríos, saunas, lluvias— es que su fama fuera de Rusia se la debe a Carrère. El escritor ruso capitalizó el tiempo de su vida. Él mismo lo reconoció: «No tenía ninguna oportunidad cuando nací, pero violé mi destino». Nunca será Nabokov. Siempre será Limónov, la granada más ácida de la narrativa rusa del siglo XX.
El escritor ruso, fallecido a los 77 años, imponía por su increíble periplo vital novelado por Carrère, una vida que llegó a eclipsar su talento literario.
Existe una especie de subgénero periodístico que consiste en relatar el temor del plumilla ante el entrevistado. Se puede plasmar en el papel, lo que suele abrir las venas de la ortodoxia por el uso del yo, o se puede utilizar para amenizar una conversación y darse un poco de ínfulas. En el caso de Eduard Limónov es muy difícil sustraerse a esa tentación porque se trata, sobre todo, de un personaje. Literalmente. Porque en eso lo convirtió Emmanuel Carrère cuando contó la vida del escritor ruso, fallecido el martes a los 77 años, en uno de sus libros más reconocidos: «Limónov» (Anagrama). Bueno, de hecho, fue su gran éxito y desde aquel texto de autoficción el reputado autor francés no ha vuelto a levantar cabeza, según el protagonista del mismo, Eduard Veniamínovich Savenko, que así se llamaba verdaderamente el también poeta, ensayista y fundador del Partido Nacional Bolchevique.
Lo afirmó sin inmutarse el pasado junio en Valencia, frente al Mediterráneo, con una copa de vino blanco en la mano y un arroz de mero salvaje y gambas en la mesa que apenas probó. ¡Qué desperdicio!, pensó entonces el periodista que le iba a entrevistar, tal vez para centrarse en algo más banal (o, más bien, porque realmente no lo podía entender) y olvidarse del acojono que le provocaba dirigirse a un tipo, por otro lado, enjuto, más bien menudo, con gafas de intelectual, perilla a lo Trotski y pelo cano.
Una apariencia poco amenazante y muy diferente de aquella que dio vueltas al mundo de Limónov pegando tiros junto al líder serbobosnio Radovan Karadzic. O a las descripciones entre soldados y mercenarios que el propio Limónov introduce en alguno de sus 70 novelas y ensayos o en su última obra publicada en castellano, «El libro de las aguas» (Fulgencio Pimentel), cuya presentación le llevó el pasado año a la playa valenciana de El Saler.
Allí se tenía que bañar, teóricamente, siguiendo su consigna, más poética que militar, de viajar por el mundo y probar todas las aguas con las que se cruzaba. Pero tampoco parecía muy interesado ni en eso, ni en hablar de su libro, ni de literatura, ni de política, ni de su otrora enemigo Putin, si bien hizo todo ello siempre con esa educación que bordea la displicencia y el hastío.
Aunque también mostró un entusiasmo contenido cuando recordó cómo conoció el incipiente movimiento punk en el Nueva York de los setenta, donde vivía como poeta underground tras exiliarse de la Unión Soviética, y a músicos como Marky Ramone. O cuando sacó a colación sus encuentros con los chalecos amarillos franceses que, a su entender, representan la síntesis entre los extremos que él intentó anticipar en su partido con su mezcla de fascismo y comunismo. «Se acabó la lucha de la derecha contra la izquierda. Ahora la lucha es entre el pueblo y las élites», dijo el escritor, quien conocía bien su talento literario y no dudaba en gritarlo.
Porque Limónov sería todo un personaje, con una vida increíble en la que pasó de dandi a indigente sodomizado en un parque neoyorquino, de pasear como un escritor de éxito por París a estar encerrado en una prisión rusa por traficante de armas, pero también era un autor reconocido y con una larga trayectoria literaria. Era capaz de alcanzar una gran intensidad poética a partir de situaciones insospechadas y vivencias sorprendentes, con gran sensibilidad social, para luego caer en el patetismo y en juicios pueriles, machistas o militaristas.
El «Libro de las aguas» es una prueba de ello, si bien su obra más conocida de las cuatro traducidas al español es «Soy yo, Édichka» (Marbot Ediciones, 2014). Con esta obra se adelantó a la moda posterior de la autoficción que luego muchos otros copiaron, dijo en aquel encuentro en Valencia, en el que subrayó que muy pronto se dio cuenta del interés de los lectores por las autobiografías. Unos días más tarde, presentó su volumen en la Feria del Libro de Madrid, en compañía de Manuel Jabois. El periodista y escritor recuerda el «panico inicial» y cómo Limónov se mostró «esquivo, disperso, monosilábico; podía salir por cualquier parte». Sin embargo, no se olvidará de dos cosas que dijo y que la sorprendieron: «Que iba a haber una tercera guerra mundial entre los hombres y las mujeres y que él se sentía como un visionario. Nos contó que una vez habló de su mujer en pasado en un libro, que ella se enfadó mucho y que al poco murió».
La muerte del escritor ruso, alabado por la intelectualidad francesa y miliciano en el cerco de Sarajevo, ilustra sobre la fascinación que proyectan los nacionalismos.
La provocación es un arte. El intelectual la busca para vender su obra, pero también porque, en gran medida, es su vocación. Lo fue para Limónov, un activista y escritor inclasificable, que tenía una primera fijación: hay que contribuir a la historia con la propia biografía, más que con una gran producción literaria. Eduard Veniamínovich Savenko murió este martes a los 77 años. Escogió su nombre de guerra, Limónov, para transmitir la idea de acidez y capacidad corrosiva, pero también porque en ruso Limonka es el nombre de la granada de mano, que llevaba tatuada en su piel. Lo que mostró este personaje, siempre atlético, es que el nacionalismo tiene una fuerza que acaba apareciendo y que, en su Rusia natal, cobra un mayor significado. Tambien en estos tiempos que corren, en todo el mundo.
Limónov intentó reflejar un hecho que, con el paso de las décadas, se ha ido superando gracias, en parte, a otro personaje tan novelesco como Putin. Y es que los rusos no se podían resignar a un borrón y cuenta nueva, a la aceptación de que los años del comunismo debían caer en saco roto y que todos los sacrificios, los más de veinte millones de rusos muertos en la II Guerra Mundial para acabar con el fascismo, no habían servido para nada. No podían aceptar que la idea del hombre nuevo fue un engaño, que todo lo que puso en pie Stalin fue una farsa, y mucho menos la imagen que mostró a Occidente —fuera o no consciente— con plenitud y orgullo un político que detestaba Limónov: Gorbachov.
Su buen nombre hasta la Guerra de los Balcanes, que hizo desaparecer Yugoslavia, al participar como un soldado más en Bosnia junto a asesinos como Arkan, o Karadzic, se había construido en la Rive Gauche parisina. Las sonrisas complacientes de esa intelectualidad bien instalada en sus casas burguesas y en los púlpitos universitarios se congeló de inmediato. ¿Quién era ese escritor que aparecía en pósters con el anuncio de la feria literaria de Estrasburgo en 1989? ¿Quién era en realidad el autor que se había exiliado en Francia en 1974, con libros tan elogiados como «Yo Edichka», «El poeta ruso prefiere los negros grandes»; «El verdugo» o «El joven canalla»?
Era, antes que cualquier otra cosa, un ruso, un activista ruso nacionalista que quería proteger a los primos serbios, a los ortodoxos serbios, para librar a la civilización rusa de la decadencia europea católico-capitalista. Era un activista que formalizó un partido político, el Partido Nacional Bolchevique en 1994, a medio camino entre un movimiento de okupas nihilistas con estética nazi, y un partido comunista férreo que ya no podía existir tras la caída del muro de Berlín. Limónov, que acabaría en la cárcel, seguía siendo el inspirador del partido, que se integraría en el espacio político del exjugador de ajedrez Gari Karparov, Frente Civico Unido, que se llamaría «La Otra Rusia», como alternativa a Putin en los años 2000.
Limónov se había convertido en una estrella del rock en Rusia, extravagente, tras salir de la cárcel, tras ser acusado de terrorista, en 2001. Era un personaje que provocaba y que se vanagloriaba de ello, muy al estilo francés, una figura que representa en Francia Michel Houllebecq. No deja de ser significativo que en París más de 50 intelectuales franceses y disidentes soviéticos intercedieran por él, con una carta abierta al presidente Putin, después de un mensaje del propio Limónov al presidente Chirac en el que se declaraba inocente.
El gran conocimiento de Limónov llegaría, sin embargo, con el libro de Emmanuel Carrère, con el título, precisamente, de «Limónov» (Anagrama), y con la necesidad de señalar que no se trataba de un personaje de ficción, que aquel hombre con una vida azarosa, entre su Ucrania natal, Nueva York, París y Moscú era real, era un escritor con enorme talento, que había decidido esculpir con su propia vida una forma de ver el mundo. ¿Cuál? Ese es el reto, en un momento de gran confusión ideológica. Porque Limónov acabó amasando con estéticas y fondos muy distintos un punto de vista que acaba haciendo mella: un nacionalismo identitario, una burla del otro, un escapismo ególatra, que sólo puede tener una virtud, la de quien no acepta dogmas, no se fía del poder o prefiere permanecer en alerta.
Podría ser un buen principio, ¿pero se construye algo en una sociedad que, todavía, al menos en Occidente, prefiere los sistemas democráticos? Ese es el reto que provoca Limónov. Aunque existe otra interpretación: sólo quiso ser un «escritor loco», como él mismo pronosticaba en sus últimas entrevistas con periodistas. Sólo pretendió vivir la vida, y aprovechar las oportunidades que se le iban presentando, con la obsesión por el sexo y el riesgo. Sin embargo, y aunque mantuvo una relación extraña con Putin, ora para destacar su firmeza, ora para tacharlo de un elemento más en un conglomerado con diferentes niveles de poder, Limónov mantuvo ese espíritu ruso que sigue siendo un gran desconocido, por muchas novelas que hayamos analizado de sus grandes autores, y, en particular, Tolstói.
Cuando accedió al poder Gorbachov, e inició la apertura hacia no se sabía qué en aquel momento, cuando esos mismos burgueses franceses alababan a Gorby, Limónov gritaba que el jefe de la Unión Soviética no estaba ahí para «gustar a periodistas occidentales gilipollas», sino para «darles miedo». No le gustó al autor de «El libro de las aguas» (sus memorias, escritas en prisión) que la Unión Soviética acabara dejando su poder en territorios conquistados con la «sangre de veinte millones de rusos».
Porque lo que ofrece Limónov es ese mensaje sobre Rusia, que ha alimentado con inteligencia —para sus intereses— el presidente Putin: ¿Ha sido Occidente consciente de esa relación, tras la caída del muro de Berlín, y la presión que ejerció para que los países del Este acabaran en la órbita de la OTAN?
Ha muerto Limónov, hijo de un chequista, que nació en Járkov (Ucrania, 1943), un tipo que fue capaz de llamar «viejo gilipollas» a Solzhenitsyn, que había sido expulsado de la Unión Soviética el mismo año que él. Un escritor que se reía de Brodsky, y que se dejaba sodomizar por enormes negros en el Nueva York violento de los setenta. Muere un espíritu libre que mantiene una llama atractiva todavía para muchos, la del radicalismo nacionalista, sea para provocar, para mirar al mundo de una forma singular o por puro esteticismo, hasta el punto de llegar a disparar contra otros seres humanos en Croacia y Bosnia.
«I dream that I am once again a boy and a lover,
And there is a ravine, and in the ravine a thorny dogrose…
The old house peers into my heart,
And turns pink from edge to edge,
And your tiny window…
That voice, it is yours,
And I shall give my life and my sorrow to its incomprehensible sound…»
Alexander Blok
El día que Edward Limónov perdió la virginidad, ganó un concurso de poesía frente a decenas de miles de soviéticos ebrios en el Club Victoria de Plekhanov, fue testigo de una violación colectiva, y vio cómo mataron a un hombre a golpes. Era el 7 de noviembre de 1957, día en el que se celebraban 40 años de la Revolución Rusa.
Nada de esto es una casualidad. La vida de Limónov siempre estará marcada por una confluencia contante de sexo, violencia, poesía y política. Una vida en la que él representa a un héroe oscuro, complejo, multifacético y desgarrado.
Cuando se menciona su nombre, todavía, es difícil no ver una mueca en la cara de las personas. Muchos piensan que Limónov no es más que una figura turbulenta, un opositor a Putin, sin duda, pero que también estuvo del lado de los nacionalistas serbios disparando sobre Sarajevo, que fundó un partido político que tenía muchos tintes de neofascismo y que, sin lugar a dudas, ha participado en actos violentos, polémicos, criminales y terribles.
Pero Eddie Baby, como lo llamaban en su juventud, era también mucho más que eso.
La historia que vamos a contar aquí es la historia de un héroe. No estamos pensando en el héroe moral cristiano que encarna los valores de una civilización y sirve como ejemplo vital. Tampoco nos referimos al héroe burgués, repleto de ideología, que representa una realidad que debería ser transparente. Mucho menos al héroe griego, trascendente, superior a los hombres y a la naturaleza. No. Eddie Baby es otro tipo de héroe; un héroe que, con una historia extraordinaria, creó su propia saga; un personaje complejo, iracundo y violento que, como todos los héroes históricos, tiene las manos manchadas de sangre.
I
Cuando era adolescente, a Eddie Baby le gustaba escribir sobre plantas. Paseaba por los caminos en la ciudad industrial de Járkov, en Ucrania, a donde habían mandado a sus padres. Estaba lejos de Dzerzhinsk, su ciudad natal, a 400 kilómetros al este de Moscú. Járkov era una ciudad industrial que había sido completamente destruida durante la segunda guerra mundial, tomada en turnos, múltiples veces, por los alemanes y los rusos.
Era la ciudad más poblada de Ucrania hasta que las masacres diezmaron su población. Cuando terminó la guerra, hubo un movimiento masivo de proletarios, ordenado por el Estado, para reconstruir la industria y la ciudad. Cientos de miles de rusos llegaron a colonizar esta ciudad lodosa y en ruinas. Bajo el trabajo de las minas y las fábricas quedaron sepultados los recuerdos de las masacres de intelectuales cometidas en las purgas de los años treinta, las masacres de prisioneros polacos ordenadas también por Stalin, las masacres de judíos enterrados en tumbas colectivas en Drobytsky Yar. Decían que los nazis aventaban a las fosas a los niños vivos para ahorrar balas. El frío los mataba, los demás solo seguían órdenes.
Eddie Baby tenía profesión de entomólogo, de explorador, de naturalista de otro siglo. Dibujaba plantas y animales y escribía sobre la especie encontrada en grandes cuadernos. En la biblioteca de la ciudad, leía los trabajos de Zagoskin, Darwin, Zenkevich; leía sobre la fauna de la Patagonia y los anales de la Sociedad Geográfica Rusa. Eddie estaba tan obsesionado que la librera le dejaba pasar a escoger los libros que quisiera sin tener que hacer la fila (en esos años las juventudes rusas leían considerablemente). Agregó un catálogo geográfico a las revistas que tenían en el baño.
En el edificio 22 de la Calle de la Primera Cruz, sus padres no entendían muy bien esta obsesión. Para Veniamin Ivanovich, un funcionario de la NKVD, la policía secreta del Estado y para Raisa Fyodorovna, una ama de casa obsesionada con sueños de clase, las necesidades taxonómicas de su hijo les parecían un completo misterio. Eran cultos y letrados, pero este niño curioso y retraído estaba empezando a preocuparlos. Todo se volvió más confuso cuando Eddie comenzó a anotar obsesivamente también los árboles genealógicos de reyes y de príncipes europeos.
Todo esto se esfumó bajo los golpes de Yurka Obeyuk. Eddie entendía mucho de plantas y viajes extraordinarios a los confines de la tierra, pero no sabía nada de la vida más inmediata. Hizo una caricatura de Yura durmiendo en el salón y la subió a un periódico mural. A Yurka esto le pareció un insulto del máximo orden. Eddie pensaba que Yurka era un idiota. No pensó, sin embargo, que era un idiota un año más grande, mucho más fuerte, y que un idiota también puede partirte la cara.
Cuando despertó de la golpiza, Eddie estaba tirado en el piso, con sus compañeros rodeándolo. Tenía la cara molida a golpes. Lo ayudaron a lavarse un poco y le pusieron monedas de cinco kopeks en los moretones del rostro. Llegó a su casa deprimido y pensativo. Sólo dijo a sus padres que había estado en una pelea. Luego pasó toda la noche despierto, reflexionando.
A la mañana siguiente, Eddie decidió dejar los libros y dedicarse a entender y dominar al mundo que lo rodeaba. No más imaginación y ordenamientos impuestos, Eddie necesitaba aprender a defenderse, a ser temido, a imponerse a los demás. A partir de ahí, Eddie Baby empezó a hacer excursiones abusivas al baño de mujeres, aprendió a golpear, empezó a cargar un cuchillo en la bota. A partir de ahí, Eddie se convirtió en un punk de Saltovka.
II
Los punks de Saltovka se la pasan bebiendo en el parque. Juntan unas monedas, sortean a los vagabundos que intercambian pepinillos encurtidos a cambio de botellas vacías, compran biomitsin (un vino fortificado) o una botella de vodka, se sientan en el parque, hablan, ríen, fuman y beben por horas. También se pelean con sus rivales de la zona, los punks de Tyurenka (aunque tienden más a ser aliados) y los punks de Zhuravlyoka.
Entre ellos, hay punks más grandes, como Gorkun que ya ha pasado quince años en una de las cárceles más crueles de Rusia. Gorkun está tatuado con el estricto código de los ladrones rusos y todos los adolescentes punks de Saltovka sueñan con ser como él. Sueñan, incluso, en ser más que él. Mucho más allá de una carrera mediocre en el crimen, les gustaría llegar a ser vory v zakonie, los ladrones honorables, los grandes criminales con códigos de conducta y jerarquías trazadas en la piel.
Con Gorkun, Eddie pasará quince días en la cárcel por apuñalar a un policía. No será su primer crimen, ni el último. Pero aquí tiene suerte. Pudo ser enviado a un campo de trabajo en Siberia por cinco años (sentencia máxima por ser menor). Lo salvó el hecho de que su padre conoció al capitán de la policía. Eddie nunca le dijo a Gorkun que su padre era, de hecho, un funcionario del régimen. En un mundo que se dividía entre policías y ladrones, Eddie quería ser ladrón, pero era hijo de policía.
Una vez, fue a buscar a su padre a la estación de trenes. Él regresaba de uno de sus largos viajes a Siberia. Pero no estaba en ninguna plataforma. Entonces, se dio cuenta de que había diferentes tipos de plataformas. La plataforma en la que estaba su padre era para los trenes de presidiarios. Eddie vio a su padre pasando lista, anotando los nombres de los condenados a muerte. No nada más era un policía, su padre era la escoria más baja de la policía: un burócrata policía.
Esa noche, Eddie escuchó cómo su padre contaba de un prisionero que se comportaba estoicamente. En todo el viaje de Siberia hacia Járkov, en donde sería fusilado, el joven preso leía y hacía genuflexiones, se ejercitaba y se mantenía despierto, era cordial y amable como si tuviera toda la vida por delante. Eddie supo inmediatamente que nunca iba a ser como su padre y que algún día querría ser como ese joven condenado a muerte.
De alguna forma, 50 años más tarde, lo logró.
III
Eddie se llama Eduard por el poeta Eduard Bagritski que su padre tanto admiraba. No fue un poeta muy importante, pero quedó marcado en el destino de Limónov, entonces apellidado Savenko.
Eduard escribe poesía. Copia a Blok y a Esenin, gana certámenes literarios leyendo poemas de amor y el cariño de sus amigos punks leyendo poemas de criminales y valientes. Tal vez esa sea la forma de escapar de esta vida tan odiosa. Tal vez Eduard podría ser un poeta de renombre.
En la Unión Soviética, los poetas tienen un halo particular. Son tan famosos como los cantantes de variedades o los actores. Son respetados hasta el punto de otorgarles una sabiduría casi mística.
A Eddie, sin embargo, lo atrapa la maquinaria. Deja de escribir, deja de robar, deja de apostar en concursos de bebida con los obreros kazacos. En vez de eso, entra a trabajar a una fábrica, se vuelve un obrero ejemplar, gana su salario, se embriaga a la salida con vodka barato. La mayoría de sus amigos están en la cárcel, han sido ejecutados o están, como él, trabajando en la fábrica. Muchos olvidaron sus sueños de ser grandes criminales o artistas. Este es el destino del proletario en una ciudad industrial. ¿Qué se le va a hacer?
Piensa que tal vez hubiera sido mejor estar con Kostia, su amigo, esa noche en la que mató a un hombre. Tal vez a él también lo hubieran ejecutado y habría tenido una muerte gloriosa. Este destino común no era para Eddie.
Deprimido, fatigado, abandonando todos los sueños de juventud, Eddie tomó una navaja que nunca utilizaba en su rostro permanentemente lampiño y se cortó las venas de la muñeca izquierda. Cortó profundo hasta que vio salir sangre a borbotones. Luego se quedó ahí, en la mesa de la cocina, sangrando. Era de noche, sus padres estaban dormidos. No le alcanzó la energía para cortarse la otra muñeca.
IV
Sin saberlo, este intento de suicidio fue la puerta de entrada a la vanguardia intelectual de Járkov para el pequeño Eddie. Después de pasar meses en el hospital psiquiátrico, Eddie sigue el consejo de un psiquiatra, que, entendiendo bien su caso, le dice que no está loco, nada más es un romántico buscando llamar la atención. Le da la dirección de una librería. Ahí, Eddie conocerá a los poetas locales y, poco a poco, empezará a ganarse su admiración.
En esta bohemia local, había que tener algo de locura para ser aceptado. Bastaban los relatos de juventud punk de Eddie, junto a las historias del hospital psiquiátrico en donde pasó semanas amarrado con sábanas mojadas a una cama compartida con un tipo que se masturbaba compulsivamente mientras le inyectaban insulina para quitarle todas las fuerza. Su intento de suicidio, por supuesto, cerraba el trato.
Pronto, Eddie comenzó a tener una relación afectiva con la matrona de esta vanguardia. Anna Moiséievna Rubinstein se convertirá, más tarde, en su primera esposa. Con la ayuda de Anna y de este grupo que admira a Mandelstam y Jlébnikov, Eddie encuentra su propia voz poética en un lenguaje sobrio, crudo y descarnado. Sus escritos gustan.
Eddie también descubre, por esas épocas, que tiene cierto talento para la sastrería. Con el refinado gusto por la ropa que mostrará, algunos años después, en Nueva York, es evidente que hubiera podido ser un gran modista. Pero su destino tampoco estaba en las pasarelas de lujo.
Eddie se hacía sus propios pantalones acampanados. Muchos los envidiaban y comenzaron a pedirle ropa. Eddie podía escribir y ganar algunos rublos vendiendo pantalones. Se muda con Anna y comenzó a ser una figura prominente de la vanguardia de Járkov.
Es en esa época, también, que Eddie se cambia el nombre. Como parte de las convivencias en la bohemia, todos tenían sobrenombres. A él le pusieron Limónov por un juego de palabras sobre su humor ácido (limon significa limón) y su carácter explosivo (limonka significa granada). A Eddie le gusta el nombre y nunca más dejará de utilizarlo.
V
En 1967, Eduard y Anna se mudan a Moscú. Lo hacen ilegalmente, claro, porque no tienen permiso de relocalizarse dentro de la URSS. Otros, como él, están teniendo mucho éxito en la gran ciudad soviética. Joseph Brodsky, por ejemplo, acaba de ser recibido como el protegido de la más grande poeta rusa viva, Anna Ajmátova. Brodsky también venía de una familia humilde, también había vivido una vida tormentosa con trabajos terribles y estancias en hospitales psiquiátricos. Este pequeño poeta judío representaba todo lo que Limónov quería encarnar. Pero él, a diferencia de Eddie, ya tenía un gran éxito.
Eddie fue a presenciar algunas clases del seminario de Arseni Tarkovsky. Lo odió con toda el alma. Nunca fue una persona a la que le gustara hacer reverencias ante la autoridad. Y Tarkovsky siempre demandó reverencias.
Eddie nunca llegará a tener el estatuto de Brodsky en el underground de Moscú. Ahí, al poeta protegido de Ajmátova, lo adoraban como un dios. Pero, muy pronto, él y Anna se convierten en figuras prominentes de un movimiento literario joven.
Eduard, inquieto, fornido, apuesto y solicitado, empezó a distanciarse de Anna, una mujer considerablemente mayor que, por su sobrepeso y pelo cano, vivía atormentada con inseguridades sobre la fidelidad de su pareja. La internan en múltiples ocasiones en un hospital psiquiátrico hasta que, finalmente, decide partir de regreso a Járkov. Ahí vivirá una vida atormentada hasta su suicidio, algunos años después.
Después de la partida de Anna, Eddie conocerá al amor de su vida. Una princesa, llamada Elena Schapova, que no pertenece a su mundo. Es la esposa de un apparatchik cultural rico. Eddie, mientras tanto, es sólo un pobre poeta bohemio que vive de vender pantalones. Pero se enamora locamente de Elena y este amor, en un futuro, será su más grande tormento.
VI
Con Elena vive un romance turbulento. No se pueden despegar el uno del otro y la joven pareja, atractiva y radiante, se convierte en el centro de la vanguardia moscovita. Eddie y Elena se casan y comienzan a soñar con el mundo más allá de la Unión Soviética.
La oportunidad se presenta, a través de la KGB, de exiliarse a Nueva York. En los años setenta, el organismo de vigilancia soviética quiere deshacerse de varios personajes indeseables. Los principales, por supuesto, entre los intelectuales son Brodsky (al que exilian en 1972) y Aleksandr Solzhenitsyn que, con su novela, «Un día en la vida de Iván Denísovich» (1962) ya había alertado de su peligro para la causa soviética que remató con «Archipiélago Gulag» (1973) publicado clandestinamente en Francia.
Entre estos gigantes, Eddie era catalogado como «un elemento antisocial, antisoviético convencido», pero ciertamente no era tan notorio y no se consideraba una prioridad para el Kremlin. De cualquier forma, en el escape a Nueva York, Eddie y Elena imaginaron un nuevo mundo de oportunidades.
Con una valiosa recomendación de Lili Brik, primera esposa de Maiakovski y hermana de Elsa Triolet, Eddie y Elena parten hacia Manhattan y logran entrar en las grandes cenas del Nueva York upscale. Ahí, también se encuentran a Brodsky que les señala diferentes figuras prominentes del medio cultural y les desea buena suerte.
Eddie comienza a trabajar, gracias a los contactos establecidos, en el periódico ruso «Russkoe Delo». Es un semanario legendario al que visitó Trotsky antes de partir para hacer la revolución. La historia de Lev Davídovich saliendo de un departamento hacinado en el Bronx, lleno de deudas, perseguido por creditores, para convertirse en el comandante supremo del ejército más grande del planeta, le gusta a Eddie. Sueña con esas posibilidades novelescas, con grandes armadas, gente que lo admire, aplausos y revoluciones.
Mientras, vive en un pequeño departamento en Lexington Avenue, en una parte derruida de la ciudad y el éxito no viene. Su estatuto de poeta que en Rusia era intocable, aquí se diluye. A nadie le interesa un famoso poeta moscovita y a nadie le apantalla su presencia. Lo corren del semanario «Russkoe Delo» por un artículo crítico, «Desilusión», que captura la atención del Kremlin por su visión devastadora de la sociedad estadounidense. Muchos piensan que es un agente de la KGB.
Finalmente, ocurre la más grande catástrofe en la vida de Eddie: Elena comienza a engañarlo, cada vez con más descaro, hasta que finalmente lo abandona. Limónov pasa días ebrio, abandonado de toda esperanza, tirado en la calle, comiendo de la basura, hasta que un amigo lo rescata, lo pone en un programa de beneficencia del Estado y lo regresa a su decrépito cuarto en el hotel Winslow.
Este hecho culminante en la vida de Eddie va a precipitar su odio hacia otra autoridad. Siempre había odiado a las autoridades soviéticas, su bajeza, su rústico desperdicio de los ideales comunistas. Ahora también empieza a despreciar la estructura de autoridad en Estados Unidos. Para Limónov, no fue un hombre el que le quitó a Elena. No fue Jean Pierre o un conde italiano. El culpable de toda su desgracia es el dinero.
VII
Elena se convirtió en otra cosa, nunca pudo zafarse del imperio de los placeres sencillos, de lo más inmediato. Se perdió en la vorágine de una civilización que compra y escupe a los pobres ingenuos que se dejan atrapar entre sus garras. Pero Eddie no es ingenuo. Y su resistencia va más allá de cualquier capricho. Eddie quedó destrozado sin Elena, pero también aprendió a vivir más allá del amor, más allá de la civilización que le quitó todo.
«Esta civilización no se daba cuenta de mi presencia, ignoraba mi labor, me negaba cualquier lugar legítimo bajo el sol, destruyó mi amor, y me iba matar a mí también salvo que, por alguna razón, aguanté. Y sigo vivo, trabajando y tomando riesgos. Mi necesidad de revolución, construida en lo personal, es mucho más poderosa y natural que cualquier principio revolucionario artificial.»
Eddie fue mesero, participó en manifestaciones de izquierda, se codeó con todo tipo de indeseables, recorrió la ciudad a pie y escribió un bello libro, impactante, sobre su vida en la gran manzana. «It's Me, Eddie», es un libro de supervivencia; la narración agitada y convulsa de un poeta que tuvo que reinventarse para no sucumbir bajo el peso del individualismo.
En Nueva York, Eddie se deja sodomizar por un negro completamente desconocido en una casa abandonada. Le hace sexo oral a un vagabundo en unas escaleras al amanecer. Fue deseado y, poco a poco, encontró la manera de volver a desear. Sueña con volver a amar.
Frente a la despiadada realidad de Nueva York, Eddie comprendió los peligros del individualismo y la necesidad de superarlos. Los americanos se separan de los demás, los dejan en el camino, trazan vidas pequeñas, aisladas, crueles. El suyo es el mundo de una expresión cruel:
«Escucho que los americanos dicen con frecuencia la expresión: «Es tu problema». Es solo una expresión, pero me irrita sobremanera. En algún momento, mi amigo carnicero Sanya el Rojo empezó a utilizar la expresión: Tebe Zhit que significa «¡Es tu vida!» La utilizaba para todo, cuando era necesario e innecesario, expresándola con la gravedad de un filósofo. «¡Es tu vida!» es una expresión mucho más cálida. Estas palabras se usan cuando otra persona rechazó un consejo amigable: entonces, hazlo tú mismo, traté de ayudarte, no quieres mi consejo, me rindo, es tu vida. «Es tu problemac se usa para disociarse de los problemas del otro, para trazar una frontera entre uno mismo y las personas molestas que tratan de infiltrarse, como gusanos, en nuestro mundo.»
Eddie sueña con una hermandad de hombres fuertes, revolucionarios y terroristas, entre los cuales pueda descansar. O bien, quiere una secta religiosa que predique el amor, el amor por los otros, el amor por encima de todas las cosas. Pasarán muchos años para que pueda encontrar un consuelo.
VIII
En los años ochenta, después de ser mayordomo de una rica mansión neoyorquina, la suerte de Eddie comienza a cambiar. Su libro está circulando y llama la atención del mundo.
A Brodsky no le gusta, por supuesto, pero a muchos otros les parece una de las obras más vibrantes de la literatura rusa contemporánea. El de Eddie era un lenguaje vivo, en el que por fin entraban la homosexualidad, las drogas, la locura y otro tipo de pensamiento político, irreverente, violento.
Eddie no tenía concesiones con nadie, ni nada. Su libro acaba con una frase que retumba: «¡Jódanse, culeros bastardos! ¡Pueden irse todos al infierno!»
Es así como llega a Francia y, de nuevo, se convierte en uno de los hombres más buscados por la intelectualidad joven de la época Mitterrand. Al mismo tiempo, su producción es incansable. En los siguientes 10 años, va a publicar un libro al año. La mayoría de ellos son autobiográficos, sobre su vida en Nueva York, su vida como adolescente en Járkov, sobre la época de Stalin.
Se vuelve a enamorar, esta vez de una cantante alcohólica y con problemas de ninfomanía llamada Natasha Medviédieva. Regresa a la escritura periodística, esta vez a través de uno de los más polémicos creadores de semanarios y revistas en París, Jean-Édern Hallier, un polemista de primera línea que retomaba la tradición de Barrès y Céline juntando en una misma mesa a los más prominentes pensadores de izquierda y a Jean-Marie Le Pen.
En 1989, justo antes de la caída del comunismo, Eduard es invitado por Gorbachov a Moscú. Exactamente 15 años después de su partida, Eddie regresaba a la ciudad de la bohemia en la que vivió años tan felices con Anna. Pero la ciudad ya no es la misma. La apertura de la URSS ha causado que la gente pierda el sentido del orgullo; se sienten engañados, llevados al baile por sesenta años de mentiras que los dejaron peor que antes. No hay ningún patriotismo vivo, ninguna altanera resistencia combativa en el recuerdo de la Gran Guerra Patriótica, todo es malestar, encono, decepción.
Eddie está en shock. No puede soportar los honores superfluos que le hacen en su visita a Moscú. Va a ver a sus padres. Encuentra a dos viejitos que le explican la suerte trágica de todos sus amigos de infancia. Obreros alcohólicos, presos, muertos, suicidados. No lo soporta.
Eddie busca una nueva lucha. Va a los balcanes. La guerra civil está en pleno desarrollo y eso le encanta. Le encanta como suenan estas palabras: guerra civil. Admira y se vuelve amigo de un personaje particularmente turbio: el ultranacionalista serbio Radovan Karadzic. Años más tarde, Karadzic será juzgado por crímenes de guerra como responsable del genocidio de Srebrenica y del sitio de Sarajevo.
En un video terrible, grabado por el ganador del Oscar Pawel Pawlikovski, se puede ver a Limónov disparando sobre la ciudad sitiada. La imagen no es particularmente halagadora. Ni lo son, tampoco, sus palabras de admiración hacia los nacionalistas serbios: «tienen a más de quince países en su contra y aún así resisten valientemente.»
A su regreso a París, los intelectuales comienzan a alejarse de su polémica figura. En esta compleja guerra por la ex Yugoslavia, está claro para todos los liberales y bien pensantes de izquierda, que la historia estaba del lado de los bosnios musulmanes y que el oprobio y los crímenes de lesa humanidad, del lado de los ultranacionalistas serbios. Las cosas no eran tan sencillas, pero Eddie se convirtió en un indeseable.
Así que regresó a Moscú después de la caída del muro. Quiso en repetidas ocasiones organizar una revolución. Estaba buscando el momento perfecto, el kairós. Trató de tomar el poder durante la crisis constitucional rusa de 1993, pero se quedó encerrado fuera del parlamento. De todas maneras, en la toma de la torre de Ostankino, lo hirieron con una bala en el hombro. Tal vez, si hubiera estado junto a los hombres del general Rutskói, Eddie hubiera encontrado una muerte gloriosa entre los más de 150 asesinados por las fuerzas especiales del OMON.
Sobrevive a la crisis constitucional, pero siente la necesidad imperiosa de formar su propio partido. Gracias a la influencia de un pensador neofascista llamado Alexandr Dugin, esta idea se materializa. Limónov está fascinado por Dugin y por su pensamiento caótico, enormemente culto, propositivo y peligroso. Juntos empiezan a tramar revivir viejos mitos nacionales, la fuerza de historias antiguas, el odio de una generación hacia la decepción de Yeltsin y su apertura económica fallida. El partido se llama Nacional Bolchevique y su insignia es una bandera nazi que, en vez de tener la cruz gamada, tiene la hoz y el martillo. La provocación no falta.
IX
«Hay una cosa buena sobre mi vida. Comparándola con mi niñez, me doy cuenta de que no la he traicionado, mi querida y fabulosamente distante niñez. Todos los niños son extremistas. Sigo siendo un extremista. Nunca he sido un adulto. Hasta este día, soy un peregrino, no me he vendido, no he traicionado mi alma, por eso he sufrido tanto. Estos pensamientos me dan valor.»
Eddie nunca traicionó al niño que, a los once años, juró entender al mundo e intentar dominarlo. Desde el momento en que estableció una filosofía de vida, se mantuvo fiel a ella.
Al final, logró hacer lo que tanto quería y que se presentaba de forma informe en Nueva York: «algo entre las comunas comunistas semi religiosas, las sectas, las familias armadas y los grupos agrícolas.» En algún momento, pudo formar un partido político y rodearse de siete mil jóvenes vigorosos que lo seguían y que hubieran dado la vida por él. Se postuló como oposición contra Putin de la mano de Yury Kásparov. Creó una oposición durable por la que pasó 15 meses en la cárcel. Con sus jóvenes seguidores, en la naturaleza salvaje de Altai, hizo una conmovedora comunidad que se acercaba a la idea de unir la religión amorosa con la política.
Con todo esto, fuera de la literatura, es complicado juzgar a Eduard Limónov. En su brillante biografía del escritor, Emmanuel Carrère lo evita a toda costa. Evita un juicio rápido y evita comprometerse: «es complicado», dice. Al mismo tiempo, critica lo terrible que es esa frase conservadora y cobarde.
Carrère, sin embargo, tiene otra tentación. No puede evitar incluirse en el libro, balconear su punto de vista y contrastar la vida de Limónov con la suya. Entiendo la necesidad, por supuesto. No poder juzgar a Limónov pasa por dos vertientes: la primera es que era un hombre de complicado y matizado pensamiento político que sería demasiado fácil descartar como un militarista neo fascista; la segunda es que la vida de Limónov es imponente. ¿En qué capacidad podemos juzgar nosotros de esta vida tan florida, tan llena de aventuras, tan compleja y rica?
Hace poco, fui a San Isidro Buensuceso, en Tlaxcala. Tenía que entrevistar a personas en condiciones de pobreza extrema para un programa social. Una entrevista me dejó desarmado. Doña Micaela vivía en un cuarto de hacinamiento terrible, con otras 27 personas. Muchos de ellos eran niños. Al contarme lo que soñaba para el futuro, lloraba. La pobreza se mostraba como algo invencible. Pensaba que podría darle parte de mi pago, que era injusto que me pagaran por algo que podría servirles mucho más a ellos. Y de todas maneras no hice nada. ¿Qué se puede hacer?
Fuera de la culpa inútil, que es como una mecedora que entretiene pero no lleva a ninguna parte, no quedó nada. Nada de acción, nada de cambio. Como una persona que, frente a las tiranías de este sistema, no hace nada, no podría tampoco juzgar a Limónov. Nunca podría decir que su lucha fue equivocada, que sus esfuerzos estuvieron desplazados, que sus métodos eran incorrectos. Sobre todo porque, como a Carrère, la vida de Limónov me confronta con mis propias decisiones.
Tal vez Eddie no haya sido el gran hombre político que quiso llegar a ser. Tal vez no fue el escritor famoso y reconocido de primera línea con todos los honores que fue Brodsky. Pero su paso por la Tierra encendió algo mucho más duradero.
Como el pequeño naturalista que era, su obra en prosa es también una taxonomía. Eddie recopiló todas las aguas que vio, todos los muertos que se cruzó, todas las experiencias que lo fueron marcando. En algún momento, agotó sus recursos, contó su vida entera, exploró todos los recovecos. Arqueólogo de su propio pasado, Eddie no nada más dejó un testimonio complejo de una vida fascinante, sino una demostración de congruencia y un espejo amenazador.
Leerlo sirve para confrontar nuestras propias incoherencias y, en el reflejo de sus acciones, entender que enfrentarse al mundo es un acto de valentía y que no todos podemos ser tan violentos, necios, disciplinados como Eddie al hacerlo. Limónov seguirá hablando a las generaciones más jóvenes porque muestra una voluntad de cambio irascible, constante, un impulso de vida maravilloso, que muchos de nosotros ya hemos perdido.
En medio de esto, hay episodios terribles, claro. También hay propuestas cuestionables y crímenes impensables. Pero, tal vez, los héroes no estén ahí para decirnos que seamos como ellos; tal vez los héroes también enseñan con sus errores; tal vez los héroes son figuras que nos obligan a salir de la indolencia.
¿Podremos honrar su recuerdo tratando de cambiar al mundo? ¿Abolir el imperio del trabajo y el individualismo a rajatabla? ¿Podremos, finalmente, pensando en Eddie, volver a amar intensamente, convencida, combativamente?
Limónov ha muerto, nos toca a nosotros vivir.
«Tierraadentro» (Fondo de Cultura Económica), 17 de marzo de 2021
Bibliografía:
Limónov, Eduard. 1983. It's Me, Eddie. S.L. Campbell, trad. New York: Grove Press.
Limónov, Eduard. 1983. Memories of a Russian Punk. Judson Rosengrant, trad. New York. Grove Weindenfeld.
Después de ganar el Premio Princesa de Asturias, el polémico escritor francés conversó con Clarín. Dice que sus libros no son novelas.
A pocos días de haber ganado el Premio Princesa de Asturias de las Letras, desplazando a Mircea Cărtărescu, Martin Amis, Haruki Murakami y otros nombres que resonaban, Emmanuel Carrère salió de su departamento de París con el rostro descubierto.
Francia acababa de poner fin a la disposición de llevar barbijo en espacios abiertos, y eso al escritor francés lo devolvió a las realidades, hoy nostálgicas, del mundo prepandémico; un hechizo que se quiebra intermitentemente al volver a cubrirse en espacios públicos cerrados.
Cuando llegue el momento de producir obra sobre el infierno del coronavirus, Carrère dice que no será él quien lo explore para hacer literatura, aunque fue durante ese infierno que terminó su último libro, Yoga. El confinamiento fue ideal, dice, para concluir el que posiblemente sea su escrito más personal; más aún que «El Reino», en el que abordó los orígenes del cristianismo para abordarse, finalmente, a sí mismo.
En «Yoga» no hay erudición ni personajes que semejen la naturaleza inolvidable, luminosa, retorcida o simplemente humana, de quienes pueblan sus libros más leídos: el filicida de «El adversario», el desmesurado «Limónov», los jueces lisiados de «De vidas ajenas».
En «Yoga» Carrère expone, sobre todo, luces y sombras propias en un relato fragmentado que atraviesa un retiro de meditación, un diagnóstico de trastorno bipolar, una crisis amorosa, un atentado yihadista y las bifurcaciones de todo ello.
Desde una París mayormente desconfinada, Carrère dialogó con Clarín a través de ese artefacto del encierro que sigue siendo Zoom.
— El jurado del premio Princesa de Asturias de las Letras alabó su obra por «borrar las fronteras entre la realidad y la ficción». ¿Considera que eso es lo que usted hace?
— Sinceramente, cada vez hay menos ficción en lo que escribo. Si fueran películas las consideraríamos documentales. No me preocupa mucho la cuestión del género, pero prefiero no escribir «novela» bajo el título de mis libros porque para mí no son novelas ni ficciones, sino intentos escritos de lidiar con la realidad y la experiencia.
— Una palabra que suele aparecer con frecuencia en las reseñas y críticas de sus libros es «atrapante». ¿Dónde cree que radica esta cualidad de su prosa? ¿En su franqueza tal vez?
— Es algo de lo que soy muy consciente y trabajo mucho en ello. No es solo franqueza, también es oficio. Intentás que cada frase lleve cierta electricidad que conduzca a la siguiente. No estoy obsesionado con la idea de escribir libros que no se puedan soltar, pero realmente hago todo lo posible para que te lleven sin tropiezos de una oración a la siguiente.
— ¿En qué autores distingue esa electricidad de la que habla?
— Hay muchos escritores que tienen esta cualidad y también hay escritores que admiro y no la tienen. Se pueden escribir libros maravillosos sin esa cualidad específica, a la que suele asociarse con una prosa hecha de frases más bien cortas y sencillas. Y no siempre es cierto.
— ¿No?
— Uno de los maestros de esa cualidad es un escritor conocido por las frases más largas de la literatura, que es Marcel Proust. Creo que Proust es un escritor muy rápido; va tras su forma de pensar, siempre está corriendo. Por el contrario, no diría eso de Henry James, que solía escribir frases muy largas y, aunque admiro la obra de James, no solo es larga, sino también lenta. Proust es largo y rápido, pero se puede ser muy atrapante siendo lento.
— Terminó «Yoga» durante la pandemia. ¿Podría haber comenzado el libro en pandemia?
— La pandemia fue la mejor situación posible para terminar un libro, pero no para empezarlo. A todos los escritores que conozco, que estuvieron confinados y que no habían avanzado lo suficiente en su proyecto literario, se les hizo terriblemente difícil continuar. Pero terminarlo fue la mejor situación posible: tuve todo el tiempo que necesitaba, silencio, ninguna interrupción. Fue perfecto.
— ¿Qué extraña más del mundo prepandémico?
— En Francia ya estamos en proceso de volver a ese mundo, y bastante rápido. Estamos dejando de usar barbijos en espacios abiertos. Hoy caminé por la calle sin él. Me senté en un café sin él. Se supone que debemos llevarlo en el bolsillo, y me lo puse para entrar en una tienda. Pero es muy importante, desde el punto de vista simbólico, poder quitarse el barbijo en espacios abiertos.
— Acá aún estamos muy lejos de eso…
— Sí, lo sé.
— Hay un pasaje en «Yoga» en el que dice que cuando se sale del infierno y se «recobra el lugar entre los vivos», uno se olvida con bastante rapidez de los horrores de ese infierno. ¿Cree que eso nos pasará con la pandemia?
— Me recuerda a la frase de Zhou Enlai, a quien le preguntaron a principios de los 70 qué pensaba de la Revolución Francesa —de 1789— y dijo: «es demasiado pronto para responder».
— ¿Cuándo se escribirán ficciones sobre el tema?
— Esa es una cuestión que me interesa mucho. ¿Cuando podremos hacer buenas novelas o películas o series de televisión sobre la pandemia? Las habrá, sin duda, y seguramente muy pronto, aunque no creo que yo esté entre quienes se ocupen. Será interesante presenciar qué sale de un evento global tan grande, compartido por todos en el planeta. Estoy impaciente por saberlo.
— Como periodista, ¿qué cree que le toca hacer a la profesión para contener la avalancha de desinformación que circula día a día?
— Por un lado, podemos hacer todo lo posible para no agrandar ese océano de información falsa. Pero de algún modo nos nutrimos de información falsa también. ¿Cómo podemos estar seguros de que todo lo que leemos o aprendemos es real? Hay un ideal del periodismo que es que cada vez que puedas, vayas a ver las cosas por vos mismo. Sin embargo, hay muy pocas cosas que podés ir a ver.
— ¿Entonces?
— Mi principio es no firmar peticiones sobre un tema del que no tengo experiencia de primera mano. Y esas experiencias son muy, muy pocas. Si recibo una petición sobre los inmigrantes de Calais, por caso, algo sé, pues he pasado allí unas pocas semanas, que no es nada. Sin embargo, conocí gente y tengo una idea de las complejidades de sus vidas. No soy un experto, pero sí alguien que ha estado sobre el terreno. Las cosas de las que tenés experiencia de primera mano son realmente una gota en el océano. De hecho, es por eso que escribo libros. Porque cuando escribís libros te tomás el tiempo para tener una pequeña experiencia de primera mano sobre algo. Tenés tiempo para conocer un poco las cosas sobre las que escribís.
— ¿Extraña escribir ficción? ¿Cree que volverá allí alguna vez?
— No, no la echo de menos en absoluto. Si en algún momento se me ocurre una idea para una ficción la acogeré con gusto, pero no lo veo en un futuro cercano. No.
— ¿Sabe si Eduard Limónov finalmente leyó el libro que escribió sobre él antes de morir?
— Sí lo hizo. Me mintió cuando me dijo que no lo había leído. Tiempo después estábamos tomando una copa en Moscú y me dijo «¡por supuesto que lo leí!». Le pregunté si le había gustado y me dijo que no, pero que estaba contento de que existiera y de que mucha gente que antes no lo conocía ahora lo conociera.
— ¿Y cómo se sentía?
— Era consciente de que era mucho mejor para él que el libro lo hubiera escrito alguien como yo —exactamente su contrario a nivel político; algo que él consideraba un «socialdemócrata» de lo peor—, en lugar de uno de los skinheads de su partido. Y estaba muy contento con el éxito del libro; consideraba que era un muy buen trato entre nosotros. Una vez dijo que si él estuviera a cargo me haría fusilar o colgar, pero que, en fin, yo le caía bastante bien. Era inteligente Limónov, era realmente inteligente. Era como un zorro.
En esta recopilación de los ocho mejores relatos de Eduard Limónov, el gran escritor ruso nos dejó un sucinto pero intenso curso de desamor, tanto con las mujeres de su vida, como su pasado, el cual nunca debe intentar ser revivido.
Limónov es uno de los pocos escritores cuya vida ha sido más grande que su literatura, lo que ya es decir, dado el talento del que hizo gala como poeta y narrador. Sus peripecias en Nueva York y París en la década de los ochenta y noventa ocupan más de la mitad de su extensísima obra.
En 2020, poco después de la muerte de Limónov, la editorial riojana Fulgencio Pimentel sacó adelante una preciosa edición con los ocho mejores relatos cortos de su vasta producción, en lo que constituye una auténtica antología del desamor y de los juegos narrativos del yo que se desdobla y se reinventa. Cuentos autobiográficos que además ofrecen una panorámica del pensamiento del escritor en píldoras bien apretadas: la literatura rusa y sus demonios, la gerontofobia, el eslavismo, la adicción al desenfreno y el desprecio profundo por los valores políticos tanto de la mezquina Unión Soviética como del occidente degenerado y purulento.
El hilo conductor de todos los cuentos es una relación frustrada, un intento desesperado de recuperar un antiguo amor, la convivencia con prostitutas que celebran el Día de la Madre, el sexo grupal familiar, la mujer como refugio y como destino soteriológico. Todo ello contado con una mezcla multicolor de lenguaje poético, humor sutil, procacidad no exenta de brutalismo y un tono confesional ambiguo en cuanto a la verdad de lo que se cuenta.
Mis dos relatos favoritos son «El doble», por sus referencias a la literatura rusa clásica, por su humor cáustico y temática escandalosa; y «Vacaciones americanas», por su belleza poética y el clasicismo temático que transpira, no exento tampoco de humor impío y transgresor. Este último relato me es también muy querido por sus concomitancias con mis propias obsesiones literarias en torno al amor frustrado y la nostalgia por el pasado.
El volumen se cierra con un valioso ensayo de la traductora Tania Mikhelson, «Corpus L.», en el que se hace un repaso comprimido pero enjundioso de las constantes literarias y vitales de Eduard Limónov, y que ponen en contexto los cuentos seleccionados para esta antología.
El fundador del Partido Nazbol de Rusia, el hombre que fue a luchar a la guerra de Yugoslavia, el ucraniano de Járkov que apoyó firmemente a los rebeldes del Donbas y la incorporación de Crimea, el escritor salvaje de Nueva York y París, el poeta bohemio del Moscú soviético, y el amante insaciable, curioso, ardiente, sincero e inestable; todo asoma, en dosis pequeñas y grandes, en estos cuentos magníficos y arrasadores que actúan como un chute de adrenalina cruzado con varias botellas de vino peleón. Salvaje.
La obra que escribe Emmanuel Carrère (París, 1957) es una historia real que con una forma de escritura muy libre: se titula simplemente Limónov (Barcelona, Anagrama, 2013), 396 páginas. Se trata de una biografía –aunque es también una obra literaria, una crónica y varias cosas a la vez— bien documentada, tanto en la vida del personaje como en la historia más amplia que rodea la existencia de Eduard Limónov. Esto nos lleva nuevamente al viejo problema del estudio de las grandes personalidades en la historia, que por una parte nos ilustran sobre un tema, pero podrían ocultar la relevancia de los grupos sociales, las tendencias de una época y otros aspectos que también son importantes. El libro logra afirmar la importancia del personaje y se abre a explicar su vida en el contexto histórico en el cual se desarrolla.
Limónov nació en Jarkov, Ukrania, bajo el nombre de Eduard Veniakov. Era 1943, año crucial, en plena Segunda Guerra Mundial, cuando la Unión Soviética desarrollaba la famosa «Guerra Patriótica» de Stalin, tras la invasión de Hitler un par de años antes y que resultó finalmente fallida y permitió el contraataque soviético. Era el hijo de un funcionario menor del NKVD (la policía secreta del régimen comunista, sucesora de la CHEKA), y admiraba a su padre en un principio. De niño aprendió pocas cosas, para toda la vida: leía mucho (incluso pensaba ser escritor), aprendió a beber «a lo ruso» (tenía «hígado de acero»); y, cuestión decisiva, aspiraba a ser el rey del crimen (incluso estaba dispuesto a matar).
Adictivo. Tan famoso como un autor superventas de ficción, el escritor francés ha moldeado una obra radiactiva basada en hechos reales.
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Un comentario al vuelo de un gran lector me hizo pensar en la seria posibilidad de volver a leer uno de los libros más brutales de los que guardo recuerdo. «Acaso lo próximo que escriba Emmanuel Carrère ¿será sobre su madre?», fue la inquietud de este seguidor del autor francés, cuya madre, Hélène Carrère d'Encausse (1929–2023), fue una connotada historiadora y miembro de la Academia Francesa, nombrada secretaria perpetua de la misma en 1999. Además, fue ella quien, en febrero del 2023, meses antes de fallecer, le dio la bienvenida oficial a Mario Vargas Llosa a esta institución entregándole la espada Richelieu.
Carrère comenzó su trayectoria literaria en 1984, con la novela «La amiga del jaguar» y hasta 1995 publicó cuatro novelas más. Como autor de ficción, no se puede quejar, le fue muy bien. Sin embargo, esa partir del 2000 que empezará a posicionarse como uno de los mayores autores de no ficción del presente siglo. Ese año publicó la quesería su piedra angular, el título que le permitió construir un andamiaje narrativo en el que ni siquiera él se salvaría de la exposición. «El adversario» sigue siendo un acontecimiento literario y editorial.
¿Hasta qué punto pueden llegar tus mentiras? Bien sabemos que la mentira es parte fundamental de nuestra esencia. ¿Pero qué pasa cuando has hecho de tu vida toda una mentira? Peor: ¿qué pasa cuando los más cercanos a ti asumen como verdad esa mentira?
Durante más de quince años, Jean-Claude Romand le hizo creer a su familia que era un reputado médico que trabajaba para la Organización Mundial de la Salud. El tipo se levantaba temprano, ayudaba a su mujer a preparar el desayuno y llevaba a sus hijos al colegio. Esas horas de la mañana eran lo único real de su vida. Su falsa vida comenzaba cuando se despedía de su mujer y conducía su auto hasta un lugar alejado, ya sea un parque, un estacionamiento o el simple campo, allí se ponía a leerlos periódicos y a mirar de lejos la vida de los demás. Cumplidas sus horas de «trabajo», regresaba a casa a desempeñarse como un esposo amoroso y buen padre de familia. Transcurre el tiempo y Romand llega al punto de no retorno: no tiene la más mínima idea de cómo seguir cubriendo esa vida que proyecta a los demás. Piensa mucho al respecto y decide, sin más, asesinar a su esposa, hijos y padres.
Carrère supo del caso Romand y se propuso contar su historia. No era para menos, el escritor estaba ante un personaje irresistible, Intentó escribir una novela sobre él, pero en lo que escribía no encontraba la fuerza narrativa que necesitaba. Entonces, optó por contar la historia tal cual, sin los afeites de la ficción.
A medida que escribía e investigaba sobre el asesino, fue presa de la epifanía que le confería el proyecto. Carrère descubrió que escribía no con el objetivo de explicarse quién era Romand, sino para saber quién era precisamente él. Por ello, en las páginas de esta novela de no ficción percibimos en su prosa una inevitable pesadez existencial que punza la piel del lector. Cierras el libro y das gracias por no ser Jean-Claude Romand. Cierras el libro y sientes que has leído a uno de los más grandes narradores contemporáneos. Cierras el libro y, aparte de ya no serla persona que pensabas que eras, quedas con un aterrador e interminable dolor de cabeza.
Tras «El adversario», el francés empezó a escribir su nombre en letras de oro, con títulos como «Una novela rusa» (2007), «De vidas ajenas» (2009), «Limónov» (2011), «El Reino» (2014) y «Yoga» (2021). A estos libros los cruza, como si fuera una (sigilosa) narración subalterna, la historia personal de Carrère.
«Limónov» es su obra maestra. Obra maestra en todo el sentido de la palabra, que merece todos los elogios que ha recibido. Sin embargo, a diferencia de «El adversario», esta publicación no muestra un trayecto descarnadoa los rincones oscuros de la condición humana. En «Limónov», Carrère le habla a toda una generación, nos cuenta el lado B de la historia europea de los últimos cuarenta años, nos radiografía la trastienda de la política internacional y pone los puntos sobre las íes en las ideologías revolucionarias ahora truncas. El ruso Eduard Limónov es un personaje fascinante: poeta, revolucionario, guerrillero en los Balcanes, político, figura pública, punk, narrador, poeta y muchas cosas más.
Sino fuera por el rótulo de no ficción y si no supiéramos que su autor es Emmanuel Carrère, cualquiera creería estar leyendo una novela de ficción. Pero no, Carrère es una especie de imán de personajes y situaciones. En algún momento de su vida, se especula partiendo de la lectura entre líneas de su obra de no ficción, Carrère tomó la decisión de involucrarse sin arreglo alguno en las historias reales con las que seiba topando. (Quizá esta sea una tarea para los biógrafos más adelante, averiguar ese posible misterio existencial; tampoco olvidemos que Carrère es autor de una excelente biografía, que también recomendamos leer: «Yo estoy vivo, vosotros estáis muertos» (1993), sobre uno de los faros narrativos más influyentes en la literatura y el cine de entre siglos: Philip K. Dick. En más de un tramo, Limónov representa para Carrère lo que no pudo ser, su leyenda suscita en el escritor una admiración contenida, por ejemplo: anhela vivir lo que Limónov, pero a la vez no terminar tirado en alguna esquina del mundo.
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Aquí hemos pasado revista a algunos tópicos del universo Carrereen dos libros que ya pueden considerados clásicos de la literatura contemporánea (dejemos de lado la división entre ficción y no ficción). Sus lectores, que se cuentan por cientos de miles, se identifican con esta poética que se sustenta en la más dura experiencia personal y en el diálogo de esta con el mundo. En este sentido, ¿cómo no escribir de su madre habiendo sido ella, más allá de sus logros intelectuales, una mujer maravillosamente incorrecta?
Sila no ficción atraviesa por un periodo auspicioso, es gracias a autores como Carrère, para quien escribir «bien» resulta insuficiente si no dejas algo más en la escritura. Como los maestros, Carrère predica con el ejemplo.